FUENTE: Tribuna de Periodistas (TDP).
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Fuente: TDP. |
Las preguntas que merodean el actual conflicto de Israel y Hamas son muy complejas. De un lado, tenemos una democracia donde conviven pacíficamente judíos y musulmanes, donde las personas son libres y se esmeran a diario por salir adelante y generar prosperidad en una tierra mayormente árida. Del otro, hay una organización terrorista compuesta por fanáticos que carecen de toda sensibilidad o sentido humanitario. Su único objetivo en la vida es asesinar a la mayor cantidad posible de judíos o “infieles” y usan a su propia población como carne de cañón y escudos humanos, depositando armas y municiones en escuelas y hospitales o construyendo túneles en zonas residenciales.
La historia suma mayor contraste al panorama. Israel se ha defendido durante casi un siglo de constantes ataques de dictaduras vecinas y grupos terroristas. Ha logrado prosperar y desarrollar la más alta tecnología para defenderse y, así y todo, nunca pudo detener el empecinado terrorismo en su contra. La matanza del 7 de octubre de 2023, con atrocidades impronunciables en contra de civiles inocentes, mujeres y niños, incluso bebés, fue la gota que rebalsó el vaso. Muchos israelíes desistieron de su característico sentido humanitario y aceptaron la violencia sin tregua y sin límites para destruir y erradicar a Hamas. Esto ha valido condenas rotundas, no solo de la ONU, sino también de la Corte Penal Internacional, Human Rights Watch, Amnistía Internacional y múltiples democracias liberales.
¿Es la reacción de Israel comprensible? Sin dudas que sí. Me animo a decir que, en el contexto de constante agresión y amenaza a su existencia como país, muchos pueblos hubieran abandonado la democracia, la ética y los límites bastante antes de lo que lo estaría haciendo Israel. Las democracias tienden a la paz, pero pueden volverse muy criminales si perciben esa vía como la única factible para derrotar una amenaza existencial. Basta mencionar, por ejemplo, las matanzas masivas de civiles realizadas por los Aliados durante la Segunda Guerra Mundial.
Aún así, comprender no equivale a justificar. Y es el rol de las democracias marcarle el error a una de las suyas si se está equivocando. Es horrible tener que hacerlo, porque esto pareciera ponerlas en una postura común con terroristas inhumanos que son los primeros responsables de todo este embrollo. Pero es un deber moral si no queremos que los principios últimos que inspiran la democracia perezcan.
A lo largo de la historia, los bombardeos deliberados de civiles para quebrar la moral del enemigo no han dado resultado. Tienden a generar el efecto opuesto: más compromiso de los civiles con el esfuerzo de guerra. En el caso de Hamas, se observa algo similar. Ha reclutado en los últimos años casi tantos combatientes como los que ha perdido, o más. Por lo tanto, la violencia masiva contra civiles no es ni puede ser el camino para destruir a Hamas. Salvo que esa violencia llegue a tal punto que implique destruir al pueblo palestino como tal y erradicarlo de la faz de la Tierra. Y esteremos de acuerdo en que eso sería completamente inaceptable desde el más elemental sentido humanitario. Aunque, ni siquiera en ese caso se podría garantizar que Hamas desapareciera. Pues, bien podría hallar refugio y operar desde el exilio. Esto conduciría a Israel a tener que conquistar países vecinos y convertirse en una amenaza para el orden internacional y, probablemente, a tener que abandonar su tradicional y admirable democracia. Pues, difícilmente un pueblo entero se sume a una política expansionista de conquista territorial que implique tan alto riesgo y sacrificio.
Es aquí donde algunos tímidos indicios que provienen del gobierno israelí se convierten en graves motivos de preocupación. Netanyahu ha realizado esfuerzos por concentrar el poder y lesionar la división de poderes y el Estado de Derecho en su propio país. De hecho, en plena guerra contra Hamas, tuvo que afrontar masivas movilizaciones en su contra que reclamaban respeto por la independencia judicial. Esto habla de la cultura democrática de los israelíes, capaces de comprometerse con la defensa de las instituciones en un contexto de guerra, algo raras veces visto.
Por otra parte, miembros del gobierno han defendido el proyecto del “Gran Israel” y han promovido una agenda favorable a ello. Esto es, la idea de un Estado judío expandido territorialmente que abarque territorios vecinos. Una suerte de equivalente judío del “espacio vital” hitleriano. Claro que Hitler no tenía ninguna excusa ni estaba siendo Alemania atacada por vecinos como ocurre actualmente con Israel. No son casos equivalentes en absoluto. Sin embargo, más allá de los motivos de origen, existe un serio riesgo de que el proyecto del Gran Israel se convierta en una política de expansionismo territorial más propia de las dictaduras que de las democracias. Para los miembros más ortodoxos del gobierno, el Gran Israel es, no ya una estrategia política, sino incluso un mandato divino.
Netanyahu está aislando cada vez más a Israel. Lo está conduciendo hacia un hoyo en el cual se hunde crecientemente, sin salida a la vista (o, por lo menos, sin una salida humanitaria y honorable). El triple círculo vicioso de concentración del poder, matanza masiva de civiles y expansionismo territorial amenaza con liquidar toda la trayectoria, credibilidad y herencia democrática del Estado israelí, que ha sido hasta ahora su principal fuente de prestigio y apoyo internacional. Esto contradice, además, las enseñanzas del propio judaísmo, para el cual “salvar una vida es salvar a la humanidad”.
Las democracias liberales del planeta debieron hacer más para proteger a Israel en los últimos 75 años. Todavía tenemos mucho para aprender y mejorar en materia de solidaridad interdemocrática. Debe crecer la conciencia de que, más que nunca en un mundo globalizado, un ataque contra una democracia es un ataque contra todas ellas. Una amenaza contra una democracia es, tarde o temprano, una amenaza contra todas ellas. No se hizo lo suficiente para proteger a Israel, como no se lo hizo tampoco con Ucrania. Liquidar a una organización terrorista no puede ser tarea de un solo país, sino de una coalición internacional abrumadora de democracias liberales.
Aun así, no está bien y no se justifica la matanza masiva y deliberada de civiles inocentes o la erradicación total o parcial de un pueblo, ni su expulsión de un territorio, con el objetivo de destruir a la organización terrorista que lo somete. Menos si, como trasfondo, se vislumbra un proyecto de expansionismo territorial. Netanyahu pretende derrotar al horror con más horror y eso pone en riesgo, no solo infinidad de vidas humanas inocentes, sino también el propio proyecto original del Estado israelí como democracia ejemplar y como baluarte y oasis de libertad en Medio Oriente.
Las democracias del mundo deben oponerse con firmeza a todos los excesos de Israel en el ejercicio de su legítimo derecho a defender su existencia y seguridad. Deben resguardar lo mejor de la cultura y herencia judía, como lo están haciendo tantos israelíes, incluidos soldados, que han decidido salir de sus casas a pesar del riesgo de ser señalados como traidores en medio de una guerra contra el terrorismo. Ellos encarnan el verdadero espíritu y lo mejor de la herencia cultural del judaísmo, que tanto le ha dado y le sigue dando a la humanidad.
Será necesaria la fuerza para derrotar a Hamas, sin dudas. Pero no solo eso. Y esa misma fuerza debe usarse para proteger a los civiles inocentes y crear un abismo psicológico entre ellos y los terroristas. En ese marco de autodefensa, protección de civiles y ataques quirúrgicos constantes contra Hamas, será preciso promover y alentar versiones e interpretaciones modernas y democráticas del islam, que de hecho existen, y protegerlas contra las agresiones de los fanáticos. Nadie dice que sea fácil ni que vaya a ser rápido, sino que es lo correcto.
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