Ultranacionalistas se infiltran en protestas
anticuarentena
Como era de
esperar, la Argentina no es totalmente ajena a las corrientes
ultranacionalistas que empiezan a levantar cabeza en el mundo. Por varios
motivos, nuestro planeta atraviesa una nueva ola autoritaria, alimentada por la
crisis de transición de la globalización, el freno económico mundial y la
pandemia del coronavirus. Esto crea el caldo de cultivo para los extremismos,
las teorías conspirativas, la búsqueda de chivos expiatorios y los estúpidos
violentos de siempre.
Pocos días
atrás, un grupo de extrema derecha se movilizó al obelisco denunciando el
“nuevo orden mundial” (surgido, presuntamente, cuando el eje nazi-fascista fuera
derrotado en la Segunda Guerra Mundial). Alegaban que la pandemia del
coronavirus era fruto de un plan maléfico orquestado por élites globales
ocultas. Señalaban al “5G” como una de las herramientas de este complot.
Posteriormente, un loco fue con un megáfono a la puerta de un centro masón de
CABA, espetándoles injurias y amenazas altamente violentas. El evento se
difundió en las redes, donde sus seguidores ultranacionalistas lo aplaudieron y
lo animaron a profundizar su accionar violento. “Ahora andá a la sede de sus
jefes, los jesuitas”, fue una de las arengas. Desde luego, no faltaron insultos
a “los judíos”.
Son grupos
marginales, pero están empezando a animarse a mostrarse en público. También
están organizándose y desarrollando canales propios en los medios de
comunicación masiva. LTV1 es un medio digital que los nuclea bastante. Allí
pueden verse programas conducidos por ultranacionalistas que niegan el
holocausto y reivindican los “logros” de la Alemania nazi. El terraplanismo,
los antivacunas, etc., en muchos casos, suman a la teoría conspirativa general
la suya propia. Todos los males del mundo son fruto de la intención deliberada
de grupos completamente ocultos: los judíos, los masones, los jesuitas (en
general, no casualmente, grupos o culturas que se han destacado por su apego a
valores modernos de libertad, democracia y no violencia).
Existe otra
causa del renacimiento de la extrema derecha, y es que tienen a uno de los
suyos a la cabeza del gobierno de la democracia más poderosa del planeta; esa
que, justamente, fue siempre un refugio seguro para las minorías atacadas por
los ultranacionalistas. Desde luego, Trump se autolimita bastante en sus
acciones (no tanto en sus declaraciones), y tiene compromisos ineludibles con
el Partido Republicano, como el apoyo a Israel. Asimismo, su liderazgo
populista se enmarca en una sociedad con instituciones democráticas sólidas y
longevas, que lo limitan bastante.
Sin
embargo, se ha encargado de legitimar a los supremacistas blancos cuando estos
le dieron su apoyo público y nada dijo al respecto, aceptándolo en silencio.
También ha elogiado públicamente a dictadores como Putin o Kim Jong Ul,
legitimándolos. Ha agredido y demonizado sistemáticamente a la prensa crítica,
instalando pautas de pensamiento autoritarias, y ha llegado a declarar
públicamente que tiene derecho a indultarse a sí mismo (es decir, a colocarse
por encima de la ley). Recientemente, ha emitido un decreto que presiona a las
redes sociales para que dejen de anular o borrar publicaciones de incitación al
odio y la violencia (que Trump llama “censura”). Implica un enorme lobby a
favor de estos grupos que, justamente, se alimentan de la violencia y necesitan
poder ejercerla en las redes. No es casual que ellos reivindiquen a Trump.
Muchos de sus integrantes usan la cara de Trump como foto de perfil.
Hay que
agregar, asimismo, otro factor que ha favorecido el renacimiento del extremismo
de derecha. Es la larga y descarada impunidad social de la que ha gozado en
nuestro país la extrema izquierda. Los extremismos de izquierda y derecha,
aunque superficial y públicamente se presenten como polos opuestos, tienen
mucho en común. Ambos son formas de justificar la plena concentración del
poder, de deslegitimar las instituciones democráticas y de favorecer el odio y
la violencia contra chivos expiatorios (sean estos los judíos, la masonería,
los jesuitas, etc., o bien los ricos, los empresarios, el campo, etc.).
Es decir,
la legitimidad social de un extremismo instaura como válidas determinadas
formas de pensamiento que facilitan la legitimación del extremismo opuesto.
Asimismo, que un extremista vea una hegemonía pública del extremismo opuesto
sólo puede alentarlo y entusiasmarlo a buscar lo mismo. En Argentina, luego de
la última dictadura militar, se deslegitimó por completo la extrema derecha.
Sin embargo, no se lo hizo desde una cosmovisión humanista y democrática, sino
desde un radicalismo de izquierda, que muchas veces minimizaba o reivindicaba
el accionar violento de las organizaciones terroristas setentistas. Esto es
palpable, incluso, en el kirchnerismo cristinista de hoy en día, que además defiende
a las violentas e inhumanas dictaduras de Cuba, Venezuela o Nicaragua. En la
Argentina, de hecho, abundan los intelectuales, profesores y comunicadores de
extrema izquierda, que debieran ser objeto de la misma condena social de la que,
afortunadamente, es objeto la extrema derecha. Y digo condena “social”, no “legal”,
porque no se puede censurar o controlar desde el Estado el pensamiento. Sería
un remedio peor que la enfermedad.
Por ende,
no fue una deslegitimación profunda la de la extrema derecha en Argentina, y
siempre estuvieron dadas las condiciones para que, en un contexto de crisis,
ella volviera a asomar cabeza. Siguen siendo un grupo marginal, pero poco a
poco se animan a mostrarse y ganan espacio de visibilidad pública.
Frente a
esto, los ciudadanos moderados y democráticos debemos ejercer una condena
social firme cada vez que se nos dé la oportunidad. La condena social debe ser
contra todo extremismo autoritario o violento, sea de izquierda o de derecha.
Mirar para otro lado sólo va a favorecer la legitimidad y la percepción de
normalidad en torno a lo intolerable.
También es
importante que aprendamos a convivir civilizadamente, a cooperar a favor del
perfeccionamiento democrático y a valorar lo que tenemos en común, entre las
izquierdas y las derechas democráticas y modernas. La libertad de la extrema
derecha y la igualdad de la extrema izquierda son conceptos vacíos y
desnaturalizados. Nada tienen que ver con la libertad y la igualdad prácticas,
tangibles y reales que (en mayor o menor medida, según el caso) defienden la
derecha y la izquierda decentes y civilizadas.
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