Por qué debemos preocuparnos
por la salud de nuestro sistema político
FUENTE: Tribuna de Periodistas (TDP) y Fundación Libertad.
En medio de las deliberaciones por el Covid-19 y la
situación sanitaria, empieza a asomar, poco a poco, un problema institucional.
Desde luego, uno tiende a pensar, a simple vista, que no son momentos para
atender temas institucionales, demasiado abstractos frente al claroscuro nítido
y centelleante de la vida y la muerte. La pandemia es más urgente...
Sin embargo, se puede afirmar que, en este punto, ambas
cuestiones van de la mano. Políticas públicas eficaces (y vaya si las
necesitamos ahora) exigen instituciones sólidas. Si descuidamos nuestras
instituciones hoy, los problemas económicos, sociales y sanitarios serán más
profundos y difíciles mañana. Instituciones fuertes, democráticas y
transparentes implican reglas claras, derechos y libertades asegurados, independencia
de la sociedad civil y mayor capacidad de ahorro, innovación y progreso
autónomo de la población. Por eso los países con mayor calidad democrática
tienden a ser, en términos generales, los más desarrollados.
Cuando Alberto Fernández asumió el gobierno, una de las
principales preocupaciones de la oposición era que terminara siendo una mera
marioneta de Cristina Fernández. Si era así, el kirchnerismo duro (hoy llamado
“cristinismo”), perteneciente a la izquierda radical, podría iniciar un nuevo intento
de concentración totalitaria progresiva, equivalente al desarrollado por Hugo
Chávez y Nicolás Maduro a lo largo de unos 21 años, ya, en la pulverizada
Venezuela.
Para sorpresa de muchos, Alberto se afirmó en su cargo. Es
cierto que se encuentra muy condicionado por sus alianzas y compromisos con el
cristinismo, que gobierna nada menos que la Provincia de Buenos Aires (a través
de Axel Kicillof) y preside el Senado. Sin embargo, todo parecería indicar que
parte del acuerdo era que el Poder Ejecutivo quedase en manos de Alberto con
plena autonomía, más allá de la esperable repartición de algunos cargos y
espacios de poder en la estructura del Estado.
Llegada la pandemia del Coronavirus, el efecto fue
contradictorio respecto de las expectativas institucionalistas y democráticas.
Por un lado, Alberto afirmó un liderazgo claro, restándole toda posibilidad de
protagonismo a Cristina y ganando popularidad y peso propio. Pero, por otra
parte, el país entró en un estado de emergencia nocivo para el Estado de
Derecho, el constitucionalismo y las libertades individuales. Asimismo, junto
con Alberto crecen Horacio Rodríguez Larreta y Axel Kicillof. Uno es de la
oposición y dos son del oficialismo, uno de ellos cristinista de pura cepa, a
cargo de la provincia más grande del país.
Al asumir, Alberto reinstauró los históricos y antirrepublicanos
superpoderes que han consagrado el hiperpresidencialismo en nuestro Estado
(dejados sin efecto por Macri de 2016 a 2019). Con la emergencia sanitaria,
esta tendencia autoritaria se aceleró. El primer problema fue el cierre del
Congreso, y la consiguiente multiplicación de los DNU, con la excusa de la
pandemia. Es increíble que una institución que hace a la diferencia entre una
democracia y una dictadura no sea considerada “esencial”. Tuvo que presionar
mucho la oposición, y hacer malabares mediáticos, para lograr apenas un tímido
y lento ensayo de sesión virtual.
No contento con esto, Alberto avanzó en ampliar los poderes de
su Jefe de Gabinete. Cafiero pasó a tener total discrecionalidad para alterar
las partidas presupuestarias, cuando perfectamente se podrían haber usado los
mecanismos institucionales vigentes para asignar recursos a la emergencia, o
convocar al Congreso para que los autorizara. El poder seguía concentrándose,
pero tampoco parecía suficiente. Recientemente, se anunció un proyecto para
reformar la Justicia, y se convocó a un consejo consultivo para analizar
reformas al Consejo de la Magistratura (órgano que selecciona y remueve a los
jueces) y a la Corte Suprema (cuyos miembros desean ser ampliados por el
cristinismo para lograr mayoría, opción hasta ahora no desestimada por Alberto).
Con un Congreso opacado y debilitado, un gobierno por
decreto y la Justicia en la mira, se puede decir que, no conformes con la
emergencia sanitaria, los argentinos nos hemos creado una nueva emergencia. La
salud y la democracia parecen estar en emergencia por igual. Pero hay una
diferencia: la emergencia en salud es un antídoto de corto plazo frente a un
problema real y urgente. La emergencia hacia la cual estamos llevando a nuestra
democracia es un medicamento falso, que no va a solucionar nada y sólo puede
agravar los demás problemas. Si alguien no lo cree, que mire nada menos que la
situación económica, social, sanitaria y humanitaria en los países más
autoritarios de nuestra región, como Cuba (cuyo sistema de salud ha quedado
demostrado que es un mito y que funciona sólo para turistas extranjeros),
Nicaragua o Venezuela.
Es cierto que Alberto se encuentra fortalecido, pero también
lo es que el cristinismo está presionando como nunca a favor de la
concentración del poder. Está haciendo los trabajos preliminares de su proyecto
autoritario sin necesidad de ostentar la presidencia. Y hay pocas leyes tan
regulares en política como que “poder que no se usa se pierde”. Por eso, el
poder debe estar lo más distribuido posible: porque un poder altamente
concentrado irá pasando de manos hasta caer en alguien dispuesto a usarlo a
pleno. Mañana podrá llamarse de otra manera, pero, en la Argentina de hoy, esa
persona es Cristina Fernández de Kirchner.
Otra ley de la política dice que “poder que se concentra, no
se desconcentra”. Es decir, es mucho más fácil concentrar poder que distribuirlo,
de la misma manera que es mucho más fácil subir el gasto público que bajarlo.
Por eso, en las sociedades más democráticas, se suele afirmar que las
instituciones y garantías democráticas deben ser resguardadas, no “a pesar
de” una situación de guerra o emergencia, sino “especialmente y debido
a” esas circunstancias.
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