La situación del sistema
educativo argentino y el “efecto pandemia”
Fuente: Infobae, 2018. |
En la Argentina, lamentablemente, desde hace varias décadas
se desarrolla un proceso ideológico, político y cultural contrario a la idea de
autoridad. Hay una combinación de factores que lo explican: el hartazgo con
nuestra historia autoritaria, la fuerza de las corrientes marxistas y
posestructuralistas, la falta de confiabilidad y credibilidad de nuestras
instituciones, los cambios tecnológicos y sociales abruptos, etc.
Sin embargo, lo realmente importante no son las causas, sino
los efectos. La oposición a la idea de autoridad aparenta ser contraria al
autoritarismo, pero en realidad lo favorece. El autoritarismo consiste,
precisamente, en que una persona se sale de su ámbito o esfera de autoridad,
invadiendo la ajena. Si un funcionario es arbitrario, está abusando de su
autoridad e invadiendo los derechos de las personas afectadas. Si alguien
obstruye el ejercicio legítimo de la autoridad, está saliéndose de su esfera de
libertad para atacar y debilitar a la institucionalidad vigente, lo cual
también es autoritario.
Cuando la autoridad se debilita, es porque alguien está
invadiendo su ámbito de competencia, sea desde arriba o desde abajo. A la
larga, ambos procesos acaban teniendo lugar cuando la autoridad se destruye,
más allá de cuál de los dos haya sido primordial en un comienzo.
En una sociedad democrática y libre, es indispensable una
cultura de respeto hacia la autoridad legítima. Esto permite la existencia de
reglas claras, incentivos adecuados e instituciones fuertes, capaces de
proteger los derechos y libertades de las personas. Por el contrario, la
debilidad de la autoridad da lugar a lo contrario: anomia, ausencia de reglas,
la ley del más fuerte, la cultura del abuso y la impunidad, inexistencia de
incentivos, malos hábitos, inoperancia de las instituciones, etc.
La educación no ha sido ajena a esta cultura contraria a la
autoridad que se ha venido desarrollando en nuestro país. De hecho, la
pedagogía argentina se encuentra ampliamente hegemonizada por la izquierda
radical, de origen o inspiración marxista. Diría lo mismo si se tratase de la
extrema derecha. El problema no es izquierda o derecha, sino el extremismo
dogmático y autoritario.
Esto acentúa, en el ámbito educativo, el debilitamiento de
la autoridad que aqueja a nuestra sociedad. Ocurre a través de una serie de
ideas-fuerza que se pueden sintetizar de la siguiente manera: Las instituciones
de la democracia liberal son una pantalla de la opresión capitalista (Marx). Toda
transmisión de saber es una forma de control y dominación (Foucault). La escuela
no es más que un eslabón de una maquinaria que reproduce la desigualdad y la
dominación (Bourdieu-Passeron). El sistema educativo es un componente de los
aparatos ideológicos del Estado (Althusser).
En este marco de pensamiento, la reprobación de un alumno
pasa a ser un acto de crueldad. Después de todo, ¿con qué autoridad moral se
puede calificar negativamente a un pobre alumno, que es objeto de manipulación,
dominación y exclusión sistemática a través de la misma escuela? Ni hablar de
sancionarlo disciplinariamente, hacerlo repetir de año o expulsarlo (que, con
todo el dolor del mundo, en casos muy extremos, puede llegar a ser la única vía
para destrabar una situación de violencia consolidada y sistemática). ¿Cómo
pensar en ese tipo de acciones si el alumno es una víctima del sistema, que lo
castiga todos los días, sin cesar, incluso aunque él no lo vea?
La visión anterior es extremadamente sombría. No tiene nada
para ofrecerle al alumno ni a la escuela. Cree, en el fondo, que, mientras no
se extinga la democracia liberal capitalista (que inexplicablemente la ven como
algo malo), la situación no cambiará. Estos pedagogos no proponen cerrar las
escuelas de forma explícita, porque sería demasiado escandaloso. Sin embargo,
sus ideas llevan a eso en los hechos. Hace tiempo que se vienen “cerrando
escuelas” en nuestro país, al transformarlas en algo muy distinto de una
institución educadora. Muchas de nuestras escuelas se han venido
pareciendo cada vez más a comedores comunitarios, clubes sociales, puntos de
distribución de droga, contenedores de violencia, etc. Es decir, a muchas
cosas, menos a una escuela.
Por suerte, existe una pedagogía muy distinta a la marxista:
la pedagogía democrática. Ésta se puede remontar a la Escuela Nueva y a figuras
como John Dewey, pero también recobra fuerza con innovaciones y avances
científicos recientes. La revolución de las neurociencias, la teoría de las
inteligencias múltiples, el método del aula invertida y la teoría de las
ventanas rotas, son algunas ideas-fuerza que nos permiten recobrar una visión
positiva y esperanzadora de la tarea educativa. Desde luego, no es que una buena
escuela vaya a transformar por sí sola, de un día para el otro, la realidad
social. Sin embargo, puede formar ciudadanos responsables, democráticos,
participativos, creativos, disciplinados y críticos. Esto aumentará la
probabilidad de desarrollo futuro de esos alumnos, pero también ayudará a
sentar las bases de una sociedad más democrática, con mayor respeto por la ley,
instituciones fuertes, libertades aseguradas e igualdad de oportunidades.
Desde esta perspectiva, aunque parezca tremendo tener que
decirlo, la escuela tiene sentido, y mucho; siempre y cuando se respete
y fortalezca su autoridad (que, como vimos, es lo opuesto del autoritarismo).
Una escuela con autoridad puede formar hábitos de trabajo, esfuerzo y respeto; educar
en valores; brindar una cultura general básica con herramientas prácticas para
la vida; entrenar la mente; estimular a través de una exigencia razonable los
distintos y diversos tipos de inteligencia que componen la mente humana (no
sólo las inteligencias convencionales, como la memoria, la lógico-matemática y
la lingüística, sino también otras, como la creatividad, la espacial, la
oralidad, la empática y la introspectiva).
En este sentido, reprobar a un alumno no es un acto de
crueldad, sino todo lo contrario. Es un acto de sabiduría y justicia; un acto
de amor. Es confiar en que esa persona tiene más para dar, así como derecho a
que se le diga la verdad. Es creer que todos podemos mejorar con esfuerzo. Es
enviarle un mensaje a ese alumno, y a todos los que lo están mirando, sobre que
en la vida hay reglas y obligaciones que hay que cumplir; que cada uno es dueño
de sus actos y debe hacerse responsable de las consecuencias; que no siempre
las cosas salen como queremos y que tenemos que aprender a aceptar la realidad
y corregir lo que haya que corregir. Es, también, crear un sistema de
incentivos que nos ayude a todos a sacar lo mejor de nosotros, a lograr nuestra
mejor versión, para poner nuestros talentos y dones al servicio del bien común.
Mientras la pedagogía marxista predomine en nuestro país,
las conferencias, debates y papers de pedagogía seguirán elucubrando
dogmática y abstractamente sobre el alumno-víctima, la escuela opresiva y el
sistema engañoso, sin ninguna idea práctica para mejorar la calidad educativa.
Seguiremos escuchando sinsentidos como prohibir las malas notas; convertir a la
escuela en un espacio de impunidad (y por ende de corrupción); hacer de la
docencia un trabajo insalubre; pasar de año a alumnos que no están en
condiciones de hacerlo; hacer del aula una jungla en la que es imposible
concentrarse y trabajar; reproducir la violencia social con violencia escolar,
etc.
En medio del encierro por el coronavirus, la gran idea de
los ministros de educación y pedagogos argentinos no ha sido otra que evitar
que se enseñen temas nuevos y prohibir la calificación. Es decir, cuando más se
necesitaban incentivos para mantener a los alumnos dentro del proceso de
aprendizaje; cuando más difícil se hacía mantener el vínculo con la autoridad
escolar… la respuesta fue tirar el año escolar a la basura; cerrar las escuelas.
De inmediato, empezaron a circular videos en las redes, en
los que adolescentes celebraban la ausencia de calificación e instaban a sus
amigos a “no hacer nada”. Las escuelas públicas son siempre las más castigadas
en estos temas, ya que tienen menos autonomía, y tuvieron que ingeniárselas
para salir a la palestra a retener a sus alumnos y convencerlos de que lo que
había dicho el ministerio no era tan así. Con la excusa eterna de la inclusión,
están excluyendo a todos y poniendo en desventaja a los más humildes.
El argumento oficial fue que, en un contexto de educación
virtual, se iban a hacer más evidentes las desigualdades sociales, e iban a
irrumpir en la calificación y el aprendizaje. La escuela virtual sería todavía
peor, más opresiva y reproductora de desigualdades, que la escuela presencial
tradicional. Antes de hacerle el juego al “sistema”, mejor cerrar las escuelas
de facto. Si unos pocos alumnos se van a ver perjudicados y se van a quedar sin
educación, mejor que todos se vean perjudicados por igual y que nadie se eduque.
Desde luego, nunca se pensó en integrar a los padres,
confiando y apoyándose en ellos para contemplar situaciones especiales. Se
podría haber obligado a las escuelas a aceptar la palabra de las familias en
caso de que estas se comunicaran para avisar que su hijo no había podido
conectarse debido a la falta de disponibilidad de recursos tecnológicos. Eso
hubiera servido, inclusive, de manera colateral, para fortalecer la autoridad
familiar.
Desde luego, siempre hay fuerzas encontradas en la
complejidad social. Muchos docentes, educadores y pedagogos han venido
resistiendo con sentido común, vocación de servicio, y a veces incluso con
entrega heroica, para evitar que la escuela argentina se desmorone por
completo. Gracias a ellos, algo de ella todavía sigue en pie, y a partir de
ello podemos pensar en reconstruirla. Sin embargo, en general, esos héroes navegan
contracorriente, realizando un esfuerzo sobrehumano que, en otras condiciones,
debería producir un resultado mucho mejor.
El coronavirus, entre todo el daño que causa, está ayudando
a dejar en evidencia la inadecuación del actual paradigma educativo dominante.
Está alumbrando un camino de innovación, creatividad y esperanza por el cual
debemos avanzar. Un camino que es práctico, no dogmático, y que, sobre todas
las cosas, confía en la misión educativa (no político-ideológica) de la
institución escolar.
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