Fuente: TDP. |
Si
entendemos por “indigenismo” la defensa de los derechos de los pueblos
originarios, la RAM no debe ser incluida dentro de dicha categoría. Hacerlo
significaría concederle un inmerecido velo de legitimidad. Los verdaderos
héroes del indigenismo son los líderes aborígenes democráticos y pacíficos, que
aceptan el Estado de Derecho y se rebelan todos los días, poniendo el cuerpo y
dando el ejemplo, contra el clientelismo, la explotación y el abuso de poder,
sin ejercerlos.
La RAM no
defiende los derechos de los pueblos originarios por varios motivos: Por un
lado, la organización mencionada posee una ideología autoritaria de extrema
izquierda, de corte colectivista, incompatible con la noción misma de
“derecho”. Por otro lado, el extremismo de izquierda no ve a la identidad
étnica o nacional como un fin en sí mismo (a diferencia del extremismo de
derecha) sino como un mero medio al servicio de un objetivo mayor, que es el
ataque al capitalismo, generalmente maquillado como “antiimperialismo”. Por
último, la justificación del uso de la violencia por parte de la RAM deja en
evidencia que no defiende derechos, sino privilegios, puesto que es
inconcebible la existencia de un derecho contrario a los derechos de los demás.
Tradicionalmente,
el nacionalismo fue un componente exclusivo de la “extrema derecha”, tendencia
que prioriza la libertad del grupo por sobre los derechos y las libertades
individuales. La extrema izquierda, que suprime o desdeña la libertad con la
excusa de asegurar una igualdad absoluta, ha hecho un esfuerzo por incorporar a
su discurso el elemento nacional, al efecto de nutrirse de las emociones y
tradiciones vinculadas con él. Para lograrlo, asume la lucha por la liberación
nacional o étnica como un eslabón de una lucha mayor contra el capitalismo y la
democracia liberal.
Dicho esto,
queda claro que la RAM, grupo anarquista violento de extrema izquierda, con un
discurso fuertemente anticapitalista y antidemocrático y con vínculos con las
FARC (y según fuentes del gobierno también con La Cámpora y otras agrupaciones
reivindicadoras del terrorismo setentista), no cree en los derechos ni en la
identidad indígena. Sólo usa el indigenismo y los derechos como excusa para
promover su lucha anticapitalista.
Los integrantes
de la RAM (o de la CAM, su equivalente chilena, así como de otros grupos
asociados o satélites, como FPMR o MIR) no son ningunos improvisados. Recibieron
entrenamiento de las FARC, imitan tácticas de Sendero Luminoso, han agredido,
secuestrado y torturado a inocentes y están completamente decididos a usar la
violencia para adquirir tierras y recursos, atemorizar a la sociedad civil y
concentrar poder. Son capaces de justificar el uso de la violencia y de negar
el Estado de Derecho democrático públicamente. En algunos casos, incluso se han
adjudicado asesinatos.
Si no han
ejercido hasta ahora una violencia más visible, es sencillamente porque no han
podido o no les ha convenido. Pero la violencia va en aumento y en Chile ha
llegado a niveles mayores que en nuestro país. Se niegan a plantear pedidos
concretos y esbozan un genérico reclamo de tierras, que intentan justificar con
la excusa de que estarían en manos de “grandes terratenientes” (aunque han
llegado incluso a tomar parques nacionales), como si eso de por sí habilitara
la violencia y la ocupación ilegal.
Si los
argentinos no somos capaces de diferenciar tajantemente entre la lucha indigenista
verdadera y la lucha de la RAM; si no asumimos la realidad de que un nuevo
grupo terrorista pretende atacar los cimientos de nuestra joven democracia y
que debe ser combatido dentro de la legalidad por todos los medios posibles; si
creemos que la violencia puede estar justificada porque cientos de años atrás
se cometieron injusticias contra los antepasados de un grupo determinado; si no
entendemos que nunca hay excusa para la violencia en el marco de un Estado de
Derecho y que todos debemos ser iguales ante la ley, sin espacio para los
privilegios, los hechos consumados ni los “territorios sagrados” ajenos a la legalidad,
pues entonces nuestra cultura democrática se verá debilitada y, con ella,
nuestras imperfectas pero perfectibles instituciones políticas.
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