El preocupante despertar autoritario del gigante asiático
Xi Jinping, presidente de China. Fuente: TDP. |
Un cambio
silencioso y sutil, pero sumamente importante, se viene sucediendo en el país
más poblado del mundo desde la asunción de Xi Jinping como presidente en 2013.
Consiste, básicamente, en la restauración del totalitarismo que, con Mao,
provocó la muerte de más de 60 millones de inocentes por hambruna y represión, en
nombre de una ideología comunista de extrema izquierda completamente inhumana.
Sólo que ocurre en un contexto diferente.
China es ahora una potencia
económica en ascenso y una fuerza militar en proceso de modernización y
expansión, con la capacidad de amenazar el orden mundial. Se trata, nada menos,
que del país más poblado del planeta, con unos 1.400 millones de habitantes
(casi el 20% de la población global).
Si bien es una nación
subdesarrollada (su PBI per cápita fue en 2016 de unos € 7.319, frente a € 52.085
de Estados Unidos), lo cierto es que su enorme cantidad de población le concede
un peso económico y una proyección de influencia geopolítica de inmensas
proporciones. Basta mencionar que la producción total de Estados Unidos fue en
2016 de casi 17 billones de euros, mientras que China alcanzó los 10 billones.
En las próximas semanas, el parlamento
chino (en los hechos un mero apéndice del Partido Comunista gobernante)
ratificará una enmienda a la constitución que habilitará la reelección
indefinida y la eternización en el poder de Xi Jinping. Es el último paso de un
proceso de concentración del poder que viene avanzando desde hace años. Parte
de dicho accionar fueron la masiva persecución de más de un millón y medio de funcionarios
públicos (con motivo de la paradójica campaña anticorrupción sin Estado de
Derecho), la acentuación de los resortes de censura y represión contra la
población, las purgas sistemáticas en las fuerzas armadas para lograr su total
subordinación y, también, una fuerte apuesta por el culto a la personalidad del
líder.
La medida
de borrar el límite de dos mandatos para el presidente es significativa, no
sólo desde lo político e institucional, sino también desde lo simbólico. Dicho freno
fue inscripto en la constitución de China tras la muerte de Mao Zedong en 1976,
bajo la gestión del aperturista y reformista Deng Xiaoping. Luego del desastre
ocasionado por Mao, Deng advirtió sobre los peligros del culto a la
personalidad y, en lugar de ello, impulsó el liderazgo colectivo del partido.
Desde entonces, una especie de oligarquía partidocrática autoritaria gobernó
China, con mano dura, pero con mucho mayor grado de debate, apertura y consenso
que en épocas del totalitarismo maoísta.
Fue así como se construyó el
“modelo chino”, basado en un seudocapitalismo de Estado, en la captación de
capitales externos con una mano de obra esclava ilimitada, en la fuerte
integración comercial con Estados Unidos y en una estrategia mesurada de
“ascenso pacífico”. Esta última consistía en adoptar una política exterior de
perfil bajo, que evitara suscitar temores en torno al potencial poderío chino.
Ahora, mientras
concentra el poder y se dedica a la restauración del totalitarismo perdido, Xi
Jinping no duda en alterar aquello del modelo chino que le venga en gana. Ha
incrementado drásticamente el gasto militar e iniciado una campaña agresiva y
expansionista sobre el mar, al cabo que ha extendido la influencia china
bastante más allá de su vecindario regional, como queda reflejado, por ejemplo,
con la fuerte ayuda y apuesta a favor del dictador Nicolás Maduro en Venezuela.
A lo largo
de la historia de la humanidad, queda reflejado que los países más
democráticos, con mayor calidad institucional, seguridad jurídica y
estabilidad, tienden a un bastante mayor desarrollo que el que consiguen los
Estados autoritarios. Sin embargo, estos últimos pueden acceder a un poder
comparativamente similar en dos ocasiones: cuando su población es bastante
mayor o cuando, por factores externos, acceden a un nivel de riqueza, no quizás
del nivel de los países desarrollados, pero bastante superior al que daría
lugar su propio proceso de capitalización interna. Ambas condiciones se cumplen
en el caso de China, lo que la convierte (más aún si fuera en alianza con Rusia),
en una potencial amenaza a futuro para la hegemonía global de las democracias.
Cuando el
poder de las democracias y de los autoritarismos se nivela, generalmente algún
dictador se ve tentado a buscar destruir la amenaza democrática en todo el
planeta. Esto ocurrió, por ejemplo, en el caso de la Alemania nazi o de la
URSS, aunque bajo estrategias y formatos muy diferentes. En el caso de China, su
poderío podría orientarla en el mismo sentido.
No es que el gigante asiático vaya
a acabar con la libertad en el mundo de un día para el otro. De hecho, tiene
todavía un trecho por delante para consolidarse como superpotencia. Pero sin
dudas proyectará su modelo y sus intereses autoritarios hacia todo el globo,
interviniendo y debilitando las democracias (acaso con know how ruso), protegiendo dictadores afines y violando
sistemática e impunemente los derechos humanos dentro y fuera de sus fronteras,
sin límite ni presión de ningún tipo. Pues, a diferencia de las democracias, al
totalitarismo no hay institución ni opinión pública que lo altere cuando cae en
excesos, lo que genera un efecto “bola de nieve” y de dependencia del error que
exacerba los abusos y la violencia.
El gigante asiático ha logrado,
en las últimas décadas, construir una imagen internacional pacifista,
pragmática y racional. Lo ha hecho, no sólo con propaganda, sino con acciones
concretas encaminadas al largo plazo. Pero ahora su economía empieza a dar
muestras de ciertos límites estructurales, al tiempo que el poder político
tiende a concentrarse por completo en un dictador personalista como Xi Jinping.
Por eso, lo que vamos a empezar a ver es el verdadero rostro de China: el de un
totalitarismo despiadado, inspirado en una ideología de extrema izquierda caduca
e inhumana, que ahora se renueva con rasgos nacionalistas y seudocapitalistas.
China no representa, como
pretende mostrar, la alternativa de la estabilidad, la diversidad y el
multilateralismo en el orden internacional. Se trata, simplemente, del mayor
totalitarismo de la historia, que está despertando con fuerzas renovadas, luego
de haberle sacado una gran tajada de riqueza a la globalización usando su vasta
mano de obra esclava como recurso estratégico.
En este contexto, es cierto que
puede no ser tácticamente conveniente agredir y exacerbar a China. Pero las
democracias deben reconocerla y enfrentarla como la amenaza que es para la libertad
y los derechos humanos, no sólo dentro de sus fronteras, sino en todo el
planeta. De lo contrario, el avance de la democracia y del desarrollo
sustentable en el mundo podría retardarse en gran medida, con una gran cantidad
de sufrimiento humano evitable de por medio.
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