viernes, 13 de enero de 2017

Los mitos nocivos del mal llamado garantismo

Cuando el dogma garantista vale más que el ser humano

 
Zaffaroni, padre intelectual del mal
llamado garantismo.
            Luego del fin y el descrédito definitivo de las dictaduras militares en América Latina, se generó un clima favorable a la democracia y a la limitación del poder. Sin embargo, nuestra falta de experiencia y cultura democrática hizo que en muchos casos la democracia permaneciese en el ámbito de lo formal, sin división de poderes, transparencia ni rendición de cuentas; y que la limitación del poder fuese interpretada a veces como un freno al ejercicio de la autoridad pública, en vez de como un límite a la arbitrariedad.
            En este marco, emergió y se difundió el mal llamado “garantismo”, que toma las garantías jurídicas propias de un sistema democrático, o del llamado “derecho penal liberal”, y las desnaturaliza, convirtiéndolas en fines en sí mismos. Las extrapola a tal punto que dejan de ser garantías protectoras de derechos y libertades, y pasan a ser trabas insólitas a la fuerza coercitiva y la autoridad del Estado. Esto debilita el Estado de Derecho y facilita la violencia, la criminalidad y la concentración del poder.


            El discurso garantista se sirve de lenguaje e imágenes típicamente liberales o democráticas, escondiendo su verdadera naturaleza extremista, al plantear el objetivo de “limitar” el poder punitivo del Estado. Sin embargo, nótese la sutil y fundamental diferencia: mientras que la democracia busca principalmente limitar la arbitrariedad o discrecionalidad en el uso de la fuerza pública, el garantismo busca limitar el ejercicio efectivo o la eficacia de esa autoridad, favoreciendo una suerte de anarquía o debilidad estatal en la que el más fuerte o abusivo avasalla al más débil u honesto. Es decir, toma las garantías jurídicas y las convierte en un objeto de adoración irracional, en desmedro de consideraciones prácticas y humanistas elementales, que hacen al respeto de la libertad y la vida de las personas y, en especial, de los inocentes.
            Es muy llamativo que el padre del garantismo, Zaffaroni, supuesto paladín de las garantías jurídicas, haya sido pieza clave y promotor de un gobierno que arremetió sistemáticamente contra la madre de todas las garantías y del Estado de Derecho: la división de poderes. No es nada casual que el kirchnerismo, de orientación de extrema izquierda o “neomarxista populista”, haya promovido a Zaffaroni y al garantismo en general, pues garantismo y neomarxismo tienen raíces filosóficas comunes en el “posestructuralismo”. Este último niega la libertad e interpreta las instituciones de una sociedad libre como opresoras. Para ello, recurre a un determinismo institucional-cultural. No seríamos realmente libres sino que estaríamos determinados o “creados” (en tanto sujetos) por la cultura que emana de las instituciones vigentes. Así, la cultura y las instituciones democráticas pasan a ser una forma más de opresión. Esto disminuye su legitimidad pública y aumenta la legitimidad relativa de las ideologías y propuestas autoritarias.
            La alianza del kirchnerismo con sectores de la Justicia liderados o inspirados por Zaffaroni no fue un caso aislado. También dicho grupo político agremió a barras y delincuentes, legitimándolos públicamente como tales, y cayó en una inacción total en lo relativo a la política de seguridad y de lucha contra el narcotráfico. El debilitamiento de las reglas de juego y de la sociedad civil facilita la concentración del poder.
            En concreto, el garantismo ha aumentado enormemente los niveles de dogmatismo, irrealidad y soberbia en muchos legisladores y operadores judiciales. El pueblo percibe que hay una distorsión de valores muy grande, y que está a merced de los delincuentes. Pero los garantistas responden como autómatas insensibles, con aires de superioridad, con su lógica abstracta desconectada de la realidad.
            Al convertir a las garantías jurídicas en fines en sí mismos, y no en medios de protección de los derechos de los ciudadanos, lo que el garantismo ofrece es impunidad, o la mayor cantidad de impunidad que las circunstancias permitan en cada caso. En esto consiste la idea del “derecho penal mínimo”.
            A todo esto cabe responder, primero, que el único fin en sí mismo es y debe ser siempre el ser humano, incluyendo a todos y nunca considerando a uno por encima o en desmedro de los demás. Es decir, si cada ser humano es un fin en sí mismo, no tiene sentido sacrificar la vida de inocentes para asegurar la libertad de una persona que no trata a sus semejantes como un fin. Lo primero debe ser proteger al inocente (aunque no quiere decir que sea lo único).
            Segundo, los derechos humanos no son absolutos y entran parcialmente en suspenso, en la medida necesaria y razonable, cuando el delincuente decide traicionar a sus semejantes, dañando a inocentes y destruyendo la confianza pública.
            Tercero, desde la famosa “teoría de las ventanas rotas”, está práctica y empíricamente comprobado que la eficacia de las sanciones, en especial de las más tempranas y sobre las faltas más leves, desalienta la profundización del camino del delito, con lo cual, no sólo beneficia a la sociedad, sino también al delincuente mismo.
            Los recursos y las trampas lógicas que utiliza el garantismo para maximizar la impunidad de los delincuentes (o, desde su perspectiva, minimizar el derecho penal), son variados y van mutando con el tiempo. Sería demasiado extenso abordarlos todos en un mismo artículo, pero vale la pena traer a colación algunos de ellos.
            Se dice que el menor de edad, al ser más influenciable y vulnerable, es menos responsable y, por ende, no debe ser sancionado. Sin embargo, lo cierto es que no hay fuerza más corruptora que la impunidad, y más todavía en un entorno que, de algún modo, facilitó o favoreció que ese menor delinquiera. Es decir, el garantismo abandona a su suerte al menor delincuente. Lo impulsa a profundizar el camino del delito, para acabar probablemente preso o asesinado, llevándose consigo víctimas inocentes. Esto, más allá de que, por terrible que pueda haber sido la infancia de un menor, tampoco sería realmente humano permitir que asesine impunemente a inocentes. Es decir, el deber de proteger a la sociedad de ese menor corrompido es real, más allá de que, mientras se protege a la sociedad de manera prudencial y razonable, habrá que ver cómo se puede ayudar al menor, acaso con un régimen penal especial y tratamientos más personalizados adaptados a su condición.
            Se dice también que no se puede aumentarle la pena a un reincidente porque eso significaría caer en un “derecho penal de autor”, como el de los nazis que juzgaban por ser “judío” o “gitano”. El dogmatismo es patente. No se analizan los efectos prácticos y humanos de la conclusión referida, caída como maná del cielo a partir de un concepto desprestigiado que se usa como escudo. Empero, el derecho penal de autor se caracteriza, precisamente, por discriminar a las personas por sus cualidades accesorias, y no por juzgarla en virtud de sus actos. Considerar la reincidencia es tener en cuenta actos previos que hacen que la gravedad de la acción última y la probabilidad de reincidencia futura sean mayores.
            Asimismo, se alega que la prisión preventiva debe darse cuando sea el único modo de poder avanzar con el proceso. Es decir, cuando, sin la prisión preventiva, el proceso no podría llevarse a cabo, sea por fuga o por entorpecimiento. Desde esta lógica, un asesino y violador serial, que pusiera en peligro a su denunciante, debería esperar el proceso judicial apaciblemente en la tranquilidad de su hogar. De nuevo, vemos que las garantías se extrapolan y pasan a ser un fin en sí mismo, un dogma absoluto, y a valer más que el ser humano.
            Esto no quiere decir que la prisión preventiva no deba ser la excepción en vez de la regla (como ocurría hace algunos años en nuestro país, lo que facilitó la difusión del discurso garantista). Pero puede perfectamente haber otras excepciones además de las que plantea el garantismo, las cuales en todo caso deberán discutirse, como ser reincidencia, evidencia notoria, amenazas al denunciante, etc.
            Hay muchas otras ideas que el garantismo ha instalado como tabúes o verdades absolutas indiscutibles, pero que en realidad merecen una discusión racional, como corresponde en una democracia. Sería quizás demasiado extenso desarrollarlas enteramente, pero he aquí una lista no exhaustiva: la permisividad y falta de disciplina dentro de las cárceles; la demonización de la fuerza pública y su inhibición a la hora de usar la fuerza legalmente para cumplir con su trabajo; el doble cómputo del tiempo de la prisión preventiva a pesar de ser el detenido hallado culpable; las salidas anticipadas excesivas; la imposibilidad de acumular penas; la ausencia de posibilidad de extender la pena por sentencia de juez ante mala conducta extrema o peligro notorio para la sociedad; la restricción irrisoria de la legítima defensa, hasta el punto de tornarla virtualmente inaplicable; la prohibición dogmática de penas perpetuas reales en casos extremos; el rechazo de antemano, sin posibilidad de discusión alguna, del tratamiento químico indoloro de violadores seriales o del registro público de violadores, a pesar de que existe la posibilidad de que ello pueda beneficiar tanto a la sociedad como al violador mismo; o la tendencia a implementar penas excesivamente leves, que no satisfacen la más elemental necesidad psicológica de justicia de la víctima ni la seguridad más básica de la comunidad.
            Los excesos de los jueces garantistas abundan en nuestro país. Baste citar a modo de ejemplo: cuando César Ghirardi fue condenado por tres homicidios, salió anticipadamente, a los seis días volvió a asesinar, fue condenado a “prisión perpetua” pero, tras sólo 7 años, volvió a ser puesto en libertad en 2015, para en 2016 volver a ser detenido tras asaltar un banco en Don Torcuato; o cuando en Neuquén un violador serial abusó de cinco niñas de entre 6 y 8 años y defecó sobre ellas, fue condenado a sólo 13 años, salió a los 7, volvió a violar, se lo condenó a 9 años más y volvió a ser liberado recientemente (esperamos tristes noticias); también cuando Rubén Galera fue condenado a 16 años por violación y liberado a los 12 por “buena conducta”, cuando dos años atrás, estando preso, había intentado abusar de una radióloga del presidio y, vaya sorpresa, al salir en libertad volvió a violar, todo esto a pesar de que su primera víctima había ido a ver al juez y le había rogado que no lo liberara; así como cuando se dejó en libertad a Carlos Pereyra Duarte, acusado del secuestro de un ciudadano sueco, contradiciendo los informes médicos; o cuando en Mar del Plata una persona, que tenía condena a sólo 14 años por violación agravada de su propia hija de 8, quedó en libertad tras un hábeas corpus hasta que la condena quedara firme; y la lista podría seguir casi interminablemente.
            En definitiva, Diana Cohen tiene toda la razón del mundo cuando habla de una “masacre por goteo” fruto del dogmatismo y la falta de sentido común y sensibilidad de parte de los jueces y legisladores mal llamados garantistas, que lo único que parecen garantizar es la impunidad. Si todos, por el solo hecho de ser personas, tenemos acceso a un conocimiento moral básico universal, derivado de percibir a cada ser consciente y espiritual como un igual y como un fin en sí mismo, entonces el dogmatismo es, en última instancia, una forma de egoísmo, consistente en colocar alguna lógica o idea abstracta, que confiere cierta satisfacción intelectual o falsa sensación de seguridad o superioridad, por encima del ser humano mismo. Este egoísmo del extremismo garantista se ha cobrado muchas vidas en la Argentina, y lo seguirá haciendo si no le ponemos un freno contundente, que debe ser social, político y, si fuera el caso, también penal.

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