FUENTE: Tribuna de Periodistas (TDP) y Fundación Libertad.
Los venezolanos deben hacer largas colas cada semana para conseguir alimentos |
Lo que más atormenta a los venezolanos no
son las largas filas que deben hacer para tener la posibilidad de conseguir
alimentos. Eso es lo de menos, aunque sin dudas es grave. Lo peor es sentir que
no se puede hacer nada ante la injusticia, incluso ante la más cruda y
aberrante de ellas, porque el control de las instituciones y de los medios de
comunicación, por parte del gobierno, es total y, por ende, es total también la
impunidad. El problema es la ausencia de libertad. Pero, ¿cómo se llegó a esto?
Para entender lo que pasa en Venezuela es preciso
remontarnos a la Caída del Muro de Berlín. Pues, en ese momento, parecía que el
desplome del comunismo en Europa daría lugar a un descrédito de la extrema
izquierda tan fuerte como el que sufriera la extrema derecha luego de la II
Guerra Mundial.
Pero lo cierto es que tal descrédito no
ocurrió, o sólo tuvo lugar a medias. Pues quedaron desprestigiados los grupos
marxistas terroristas o favorables a la lucha armada, pero no el marxismo como ideología,
que era su fundamento. Y esto es así a causa de un mito que todavía no ha sido derribado
por completo: la idea de que el marxismo, como ideología, es compatible con la
democracia.
Quizás, en parte, la supervivencia del mito
democrático de la extrema izquierda tenga que ver con que, a diferencia de los
totalitarismos de extrema derecha del siglo XX, los Estados marxistas de ese
tiempo fueron construidos a partir de un acceso violento al poder. Luego de la
Guerra Fría, a los marxistas les quedaba todavía el recurso de poner, como
excusa de su fracaso y deriva autoritaria, el método de acceso al poder
empleado por sus predecesores.
La extrema izquierda pudo presentar un
nuevo rostro ante el mundo, que era parte de una nueva estrategia: el acceso al
Estado a través de elecciones para, desde allí, encarar un proceso de
concentración del poder que fuera instaurando paulatina y progresivamente una
dictadura. De esa manera, se podría derrotar al capitalismo en su propio juego
de la democracia.
La libertad es una sola, ya que se reduce a
la capacidad de evitar intromisiones arbitrarias en las decisiones personales,
más allá de que se la pueda subdividir en “económica” y “política” a fines
analíticos. Sin poder político no hay poder económico y viceversa. Por ende, la
idea de que el marxismo o comunismo es compatible con la democracia es un mito
que se deriva del error de creer que oponerse al capitalismo no es, a la vez,
oponerse a la democracia y a todo aspecto de una sociedad libre. Este es el
mito que se encarga de derribar la historia reciente de Venezuela.
Cuando Chávez asumió el poder en 1999, no
sólo había fracasado en un intento de golpe de Estado en 1992, sino que contaba
ya con el pleno apoyo político y logístico de la dictadura cubana. Su discurso
del “Socialismo del siglo XXI” hablaba de “democracia” y de “derechos humanos”,
pero esas palabras eran categorías vacías en el marco de una concepción
autoritaria del poder.
El autoritarismo puede ser muy astuto a la
hora de disfrazarse de democracia para acceder al poder a través de elecciones.
Y Chávez es un ejemplo de ello. El líder “bolivariano” se aprovechó del hastío
de los venezolanos con su corrupta y autoritaria dirigencia tradicional para
convencerlos de que era necesario reformar la Constitución, la cual ajustó a su
medida. Habilitó el referéndum revocatorio (ahora denegado arbitrariamente por
Maduro) confiado de que con un poder absoluto iba a poder manipular
indefinidamente las elecciones, mientras derogaba el juicio político para
garantizarse total impunidad en el ejercicio cotidiano del poder. Vendió la
idea de traer “médicos” desde Cuba mientras desviaba enormes recursos hacia la
dictadura castrista a cambio de la transferencia de su know how totalitario, heredado de la URSS.
En 2004, Chávez le agregó 12 integrantes
nuevos al Tribunal Supremo, que ya contaba con 20, al efecto de asegurarse una
mayoría automática e incondicional, y en 2007 la Asamblea lo autorizó a
legislar por decreto, concediéndole la suma del poder público. Así, en tan sólo
8 años, Chávez consolidó una dictadura que mantenía ciertas formas democráticas
aparentes como mero mecanismo de propaganda.
Cuando el prestigio de la dictadura
aumentaba, las formas democráticas se hacían más visibles y, cuando crecía el
descontento popular, se ajustaban los resortes de represión y opresión. En
última instancia, imperaba siempre, en forma absoluta, la voluntad del
caudillo. Así llegaron los primeros presos políticos, que hoy se cuentan por
centenas, y el control político y la manipulación partidista de la economía fue
en aumento, con resultados sociales nefastos.
Contra viento y marea, corriendo con total
desventaja y hostilidad del régimen, en 2016 la oposición obtuvo dos tercios en
el órgano legislativo y juntó las firmas necesarias para convocar a referéndum
revocatorio, en el marco de un desplome total de la economía. Empero, la
dictadura neomarxista se quitó la careta (o lo poco que quedaba de ella),
impidió que asumieran el total de los dos tercios de legisladores opositores,
paralizó el referéndum y, más aún, suspendió las elecciones locales para evitar
un fracaso rotundo en un marco social tan convulsionado y delicado, que un
fraude demasiado burdo podía dar lugar a una rebelión violenta y generalizada
de la población.
Chávez no fue un demócrata traicionado por
su hijo político Maduro, escogido a dedo por él. La situación actual de
Venezuela no es una anomalía causada por una injusta “guerra económica” contra
el “Socialismo del siglo XXI”. Los venezolanos que hoy sufren hambre,
desabastecimiento, persecución y violencia no son “marionetas del imperio”,
sino seres humanos de carne, hueso y alma, víctimas inocentes de una ideología
de extrema izquierda que, como todo autoritarismo, ve al ser humano como un
medio y no como un fin.
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