jueves, 3 de noviembre de 2016

Venezuela: el fin del mito de la extrema izquierda


Los venezolanos deben hacer largas colas
cada semana para conseguir alimentos 
Lo que más atormenta a los venezolanos no son las largas filas que deben hacer para tener la posibilidad de conseguir alimentos. Eso es lo de menos, aunque sin dudas es grave. Lo peor es sentir que no se puede hacer nada ante la injusticia, incluso ante la más cruda y aberrante de ellas, porque el control de las instituciones y de los medios de comunicación, por parte del gobierno, es total y, por ende, es total también la impunidad. El problema es la ausencia de libertad. Pero, ¿cómo se llegó a esto?

Para entender lo que pasa en Venezuela es preciso remontarnos a la Caída del Muro de Berlín. Pues, en ese momento, parecía que el desplome del comunismo en Europa daría lugar a un descrédito de la extrema izquierda tan fuerte como el que sufriera la extrema derecha luego de la II Guerra Mundial.


Pero lo cierto es que tal descrédito no ocurrió, o sólo tuvo lugar a medias. Pues quedaron desprestigiados los grupos marxistas terroristas o favorables a la lucha armada, pero no el marxismo como ideología, que era su fundamento. Y esto es así a causa de un mito que todavía no ha sido derribado por completo: la idea de que el marxismo, como ideología, es compatible con la democracia.

Quizás, en parte, la supervivencia del mito democrático de la extrema izquierda tenga que ver con que, a diferencia de los totalitarismos de extrema derecha del siglo XX, los Estados marxistas de ese tiempo fueron construidos a partir de un acceso violento al poder. Luego de la Guerra Fría, a los marxistas les quedaba todavía el recurso de poner, como excusa de su fracaso y deriva autoritaria, el método de acceso al poder empleado por sus predecesores.

La extrema izquierda pudo presentar un nuevo rostro ante el mundo, que era parte de una nueva estrategia: el acceso al Estado a través de elecciones para, desde allí, encarar un proceso de concentración del poder que fuera instaurando paulatina y progresivamente una dictadura. De esa manera, se podría derrotar al capitalismo en su propio juego de la democracia.

La libertad es una sola, ya que se reduce a la capacidad de evitar intromisiones arbitrarias en las decisiones personales, más allá de que se la pueda subdividir en “económica” y “política” a fines analíticos. Sin poder político no hay poder económico y viceversa. Por ende, la idea de que el marxismo o comunismo es compatible con la democracia es un mito que se deriva del error de creer que oponerse al capitalismo no es, a la vez, oponerse a la democracia y a todo aspecto de una sociedad libre. Este es el mito que se encarga de derribar la historia reciente de Venezuela.

Cuando Chávez asumió el poder en 1999, no sólo había fracasado en un intento de golpe de Estado en 1992, sino que contaba ya con el pleno apoyo político y logístico de la dictadura cubana. Su discurso del “Socialismo del siglo XXI” hablaba de “democracia” y de “derechos humanos”, pero esas palabras eran categorías vacías en el marco de una concepción autoritaria del poder.

El autoritarismo puede ser muy astuto a la hora de disfrazarse de democracia para acceder al poder a través de elecciones. Y Chávez es un ejemplo de ello. El líder “bolivariano” se aprovechó del hastío de los venezolanos con su corrupta y autoritaria dirigencia tradicional para convencerlos de que era necesario reformar la Constitución, la cual ajustó a su medida. Habilitó el referéndum revocatorio (ahora denegado arbitrariamente por Maduro) confiado de que con un poder absoluto iba a poder manipular indefinidamente las elecciones, mientras derogaba el juicio político para garantizarse total impunidad en el ejercicio cotidiano del poder. Vendió la idea de traer “médicos” desde Cuba mientras desviaba enormes recursos hacia la dictadura castrista a cambio de la transferencia de su know how totalitario, heredado de la URSS.

En 2004, Chávez le agregó 12 integrantes nuevos al Tribunal Supremo, que ya contaba con 20, al efecto de asegurarse una mayoría automática e incondicional, y en 2007 la Asamblea lo autorizó a legislar por decreto, concediéndole la suma del poder público. Así, en tan sólo 8 años, Chávez consolidó una dictadura que mantenía ciertas formas democráticas aparentes como mero mecanismo de propaganda.

Cuando el prestigio de la dictadura aumentaba, las formas democráticas se hacían más visibles y, cuando crecía el descontento popular, se ajustaban los resortes de represión y opresión. En última instancia, imperaba siempre, en forma absoluta, la voluntad del caudillo. Así llegaron los primeros presos políticos, que hoy se cuentan por centenas, y el control político y la manipulación partidista de la economía fue en aumento, con resultados sociales nefastos.

Contra viento y marea, corriendo con total desventaja y hostilidad del régimen, en 2016 la oposición obtuvo dos tercios en el órgano legislativo y juntó las firmas necesarias para convocar a referéndum revocatorio, en el marco de un desplome total de la economía. Empero, la dictadura neomarxista se quitó la careta (o lo poco que quedaba de ella), impidió que asumieran el total de los dos tercios de legisladores opositores, paralizó el referéndum y, más aún, suspendió las elecciones locales para evitar un fracaso rotundo en un marco social tan convulsionado y delicado, que un fraude demasiado burdo podía dar lugar a una rebelión violenta y generalizada de la población. 

Chávez no fue un demócrata traicionado por su hijo político Maduro, escogido a dedo por él. La situación actual de Venezuela no es una anomalía causada por una injusta “guerra económica” contra el “Socialismo del siglo XXI”. Los venezolanos que hoy sufren hambre, desabastecimiento, persecución y violencia no son “marionetas del imperio”, sino seres humanos de carne, hueso y alma, víctimas inocentes de una ideología de extrema izquierda que, como todo autoritarismo, ve al ser humano como un medio y no como un fin.

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