¿Hacia una nueva globalización?
Por primera vez un presidente autoritario en EEUU |
Finalmente
Donald Trump resultó electo presidente de los Estados Unidos. Lo que parecía
imposible se hizo realidad. El clamor de cambio de las reglas de juego a nivel
mundial, por parte de los sectores medios-bajos de la súper-potencia global,
pudo más que las doctrinas ideológicas más bellas y las teorías científicas más
sofisticadas. ¿Desoyó la dirigencia democrática de Estados Unidos al trabajador
medio? ¿Lo ignoró a tal punto que éste prefirió golpear la mesa
autoritariamente antes que seguir padeciendo?
Es
indudable que toda transición implica conflictos y costos, y que hay que
sobrellevarlos y aguantarlos de la mejor manera posible hasta que el horizonte
empiece a despejarse. Estados Unidos está transitando de una economía
industrial a una basada en la producción de conocimiento, que crea mejores
puestos de trabajo pero a veces de manera más lenta que la velocidad con que
destruye puestos manuales peor remunerados pero de más fácil acceso para todos.
También es verdad que, a veces, ciertos fenómenos o encrucijadas de la historia
parecen ser prácticamente inevitables, y no hay mucho que se pueda hacer al
respecto. Pero todo lo humano es perfectible y el triunfo de Trump obliga a la
dirigencia democrática del mundo a revisar sus ideas y proyectos, para lograr
relanzar la globalización de una forma más sólida y sustentable. Si al zarpazo
de Trump le sumamos el Brexit de Gran Bretaña, más el fuerte crecimiento de los
partidos anti-globalización en Europa, pareciera que algo no se estuvo haciendo
bien.
El triunfo
de Trump representa un doble golpe al proyecto mundial cosmopolita, integrador
y democrático que, bien o mal, con avances y retrocesos, venía prevaleciendo
impulsado por las principales potencias desarrolladas del planeta. Es un doble
golpe porque se da tanto contra la globalización como contra la democracia (o
sea, contra la “sociedad abierta”, diría Popper). En esto, se diferencia del
Brexit británico. Además, tiene epicentro en la primera potencia mundial, lo
que podría llevar a pensar que en realidad la derrota es triple.
El mundo ya
no está liderado por un gobierno de ideología democrática, lo cual es grave,
más allá de que ese solo factor no garantice la solución de los problemas ni
mucho menos. Esta nueva realidad no implica sólo que Estados Unidos dejará de
intentar promover o exportar la democracia, sino que pasará a estrechar
alianzas con Estados autoritarios, como Rusia o China. El desbalance del poder
global a favor del autoritarismo será muy importante, y esto sin dudas
desacelerará, o quizás incluso hará retroceder, el proceso de democratización
del planeta, con todo lo que ello conlleva en materia de opresión, sufrimiento
y violencia. Si a esto le agregamos la personalidad impulsiva y arrogante de
Trump, un ser que no se caracteriza por su racionalidad, una escalada de la
conflictividad global no parece algo descabellado en absoluto.
Es verdad
que el sistema político estadounidense no dejará de ser una democracia por el
simple hecho de que asuma un presidente con ideología y personalidad
autoritaria. También es cierto que las instituciones de Estados Unidos le
pondrán serios límites a Trump a la hora de avanzar hacia un mayor nivel de
concentración del poder. Sin embargo, es ingenuo creer que no podrá hacer
absolutamente nada al frente del Poder Ejecutivo y con mayoría de su partido en
el Congreso. Asimismo, en lo que a política exterior se refiere, históricamente
los presidentes americanos han tenido mayor margen de maniobra y autonomía,
aunque no total, en comparación con los asuntos internos.
De todas
maneras, el triunfo de Trump es un hecho irreversible y, más importante que
observarlo y sorprendernos, es empezar ya mismo a intentar aprender de los
errores que llevaron a dicho desenlace, así como a imaginar un proyecto global
integrador y democrático que sea realista y sustentable, que no se olvide de
ningún grupo o individuo y que no se embrolle en abstracciones que lo lleven a
separar los pies de la tierra.
Seguramente
la discusión llevará mucho tiempo, pero hay algunos lineamientos generales que
pueden esbozarse en base a la experiencia reciente: 1) la globalización es un
fenómeno complejo que no debe reducirse a su faz económica o comercial, y que
debe involucrar lo institucional y cultural; 2) para que la integración
comercial sea realmente sostenible y favorable a todas las partes, debe haber
una cierta compatibilidad institucional y confianza recíproca entre los
sistemas políticos de los distintos países; 3) la defensa común de las
democracias y la promoción de la democracia en el mundo no deben recaer en
Estados Unidos, o en cual sea la democracia más poderosa del momento, sino en
el conjunto de las democracias consolidadas y desarrolladas del planeta, en
forma coordinada e institucionalizada; 4) la integración supranacional no puede
concretarse de espaldas al pueblo; no debe implicar, como en ciertos casos ha
ocurrido, la duplicación de la burocracia estatal, con tecnócratas poco
conocidos y lejanos asumiendo funciones fundamentales, sino la unificación,
coordinación e incluso simplificación de burocracias existentes, lideradas por
personas legitimadas a través del voto directo de los ciudadanos.
Quizás en
el futuro la historia recuerde a Trump como apenas un susto o riesgo que no
pasó a mayores. No lo sabemos. Lo que sí sabemos es que, para que ello sea así,
las generaciones actuales debemos tomarnos este asunto muy en serio.
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