FUENTE: Infobae.
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No sabemos, a ciencia cierta, qué importancia le dará la ciudadanía a este tópico a la hora de emitir su voto. Eso dependerá de la medida en que las demandas educativas se alineen con otros requerimientos de suma importancia, como la inseguridad, la violencia y la pobreza inflacionaria. Empero, podemos estar seguros de que será asunto de polémica.
Dentro del intercambio educativo, ocupa un lugar preponderante la cuestión de la meritocracia. Esa parece ser la gran bifurcación. Buena parte de las posturas y los debates pedagógicos actuales dependen del posicionamiento que se adopte en torno a ella.
La corriente pedagógica largamente hegemónica, que por sus resultados ha fracasado estrepitosamente, es la marxista-posestructuralista o de extrema izquierda. Hace décadas que se impone en el país, con desenlaces realmente alarmantes. En efecto, el desempeño de Argentina en los exámenes internacionales, como las pruebas PISA, se ha desmoronado. Pasamos de los primeros a los últimos puestos de Latinoamérica en apenas dos décadas. Un desplome sin precedentes que urge revertir y que debe explicarse.
El problema de fondo se origina en la falsa creencia de que la meritocracia educativa congela, reproduce, o incluso profundiza, una desigualdad estructural. Es decir, cualquier distinción o diferenciación entre alumnos a causa de sus resultados, según esta teoría, estaría simplemente perjudicando a quien nació en un lugar más humilde o vulnerable.
Hay dos grandes problemas con esta premisa. Primero, cae en un determinismo económico aberrante. Un alumno que se esfuerce, aunque provenga de un hogar humilde, conseguirá mejores resultados que otro que no se esmere en medio de una cuna de oro.
Segundo, esta perspectiva incurre en un dogmatismo que se abstrae de las consecuencias prácticas de las ideas. Se supone que las mejores elucubraciones son aquellas que producen efectos favorables al bien común y al desarrollo conjunto de la sociedad. No las que dibujan en el aire un patrón coherente derivado de premisas ideológicas definidas de antemano. Esto último es una forma de egoísmo, que prioriza la complacencia ideológica por sobre el bien común concreto.
Se podría agregar un tercer punto, emparentado con el segundo. Tiene que ver con no perder de vista la óptica sistémica o de conjunto. Es preciso analizar el efecto global de la antimeritocracia. Aplicada de forma generalizada, ella vacía de autoridad al docente, le pone trabas y lo sobrecarga, al tiempo que les quita incentivos a los alumnos y les impide el desarrollo de buenos hábitos y competencias, que requieren de pequeños y constantes esfuerzos todos los días.
Este paradigma, lejos de favorecer una mayor igualdad, ha hecho lo opuesto. Ha generado un sistema educativo ineficiente, disfuncional y anómico, que agudiza las desigualdades sociales. Son los alumnos más humildes y vulnerables quienes más necesitan, y cuyo futuro más depende, de la existencia de un sistema educativo eficaz y funcional, que precisa justamente del mérito y el esfuerzo.
De hecho, durante las últimas décadas, la desigualdad educativa ha aumentado en Argentina. También lo ha hecho en Santa Fe, provincia desde la cual se escribe esta nota. Este distrito ha adherido persistentemente al modelo predominante, relajando la disciplina escolar, quitándole recursos de autoridad al docente y facilitando la promoción. Tras varios decenios de este proceso, presenta una brecha educativa en torno a los 50 puntos y solo cinco provincias evidencian un desempeño inferior en Lengua, dentro del sector socioeconómico bajo, según las pruebas Aprender 2021, realizadas por el propio Estado argentino. Otras jurisdicciones han avanzado por igual sendero. Buenos Aires se encuentra encarando en estos días una reforma en esta sintonía, con facilidades para pasar de año acumulando materias sin aprobar
Si dejamos a un lado el falso determinismo, el dogmatismo y el exceso de particularismo, nos damos cuenta de que la meritocracia genera igualdad. Esto sucede porque da lugar a un sistema educativo más eficiente, que estimula y saca lo mejor de cada alumno, dándole más herramientas culturales y psicológicas para desarrollarse y afrontar la vida.
La meritocracia involucra, de hecho, un manto ético imprescindible. Enseña, o brinda la oportunidad de enseñar, a conocerse y valorarse como uno es, con fortalezas y debilidades; a cultivar la fuerza de voluntad; a aceptar la realidad y trabajar sobre ella; a competir sanamente, buscando superarse uno mismo en vez de estar comparándose con el de al lado; a acostumbrarse a la diversidad humana y desarrollar tolerancia a la frustración; a comprender que, al ser parte de un todo, hay que alegrarse por dar lo mejor y poner el esfuerzo propio al servicio de un sistema que redunde en el bien común, sin importar las diferencias individuales.
Hay quienes, para brindarle un cariz de razonabilidad a la postura antimeritocrática, acuñan una marketinera frase que reza “no me opongo al mérito, sino a la meritocracia”. Esto no hace más que colocarle un respirador artificial y prolongar la agonía de un modelo fallido. Pues, la meritocracia es un sistema de reconocimientos e incentivos basado en el mérito. Y el mérito es el conjunto de conductas socialmente valoradas como positivas para el desarrollo y el bienestar de la comunidad. Estar a favor del mérito y en contra de la meritocracia es un sinsentido, como estar a favor del voto universal y en contra de la democracia.
Otra discusión, muy importante, tiene que ver con cómo ajustar el sistema de incentivos para que sea más justo y eficiente, favorecedor de una mayor equidad e igualdad de oportunidades; para que los reconocimientos sean más variados e inclusivos. Para esto, hay que modernizar los métodos de enseñanza y evaluación, nutriéndose de las neurociencias y la perspectiva de inteligencias múltiples, sin abandonar la sana exigencia.
Diseñar un sistema de incentivos masivo no es tarea fácil. Requiere de constantes ajustes a partir de la experiencia y el debate democrático. Es este otro argumento para volver a la meritocracia y dejar de perder tiempo valioso. Es que hay un costo de oportunidad que deriva de no estar aprovechando la experiencia de implementación de un sistema meritocrático (como sí lo están haciendo los demás países, entre ellos la venerada Finlandia, sistema híper inclusivo e híper meritocrático a la vez).
Estigmatizar y demonizar la meritocracia nos ha hecho mucho daño. Aprovechemos entonces estas elecciones para dar este debate y empezar a sanear, de a poco, nuestro sistema educativo. Trabajemos por una inclusión verdadera, con justicia, basada en dar oportunidades y herramientas, evitando condenar a la ignorancia y la exclusión por medio de un creciente facilismo.
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