Por
qué caemos y cómo podemos dejar de caer
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Los países vecinos nos pasan por al
lado y se alejan de nosotros, mientras permanecemos empantanados y
ensimismados, creyendo que nos podemos llevar el mundo por delante, que estamos
por fuera de las leyes universales de la ciencia, y que es más inteligente el que
es más duro y peor imagen le genera a su adversario. Parece el panorama
lamentable de la inmadurez emocional hundiéndose de forma imparable, cavando su
propio pozo.
Si nos remontamos unas décadas para
atrás, podemos decir que la última dictadura militar incubó una crisis que
Alfonsín profundizó (durante seis años) e hizo estallar. Asimismo, Menem
construyó su propia bomba, que le dejó a De La Rúa, quien poco pudo hacer
(aunque poco intentó cambiar realmente) y generó la crisis de 2001 y la mega
devaluación de 2002. El kirchnerismo, por su parte, también incubó una gran
crisis, estancó el país, y todo esto en un marco de precios internacionales
altísimos de nuestros productos de exportación, lo que generó el famoso “viento
de cola”. Macri no hizo grandes cambios de fondo en lo económico. Es cierto que
la situación no era sencilla, y que no tenía mayoría en el Congreso. Pero sacó
las retenciones y las tuvo que volver a poner, y bajó la emisión monetaria,
pero aumentando la deuda. La crisis financiera actual parecería mostrar que
estamos encaminados a que se restituyan las restricciones monetarias. Las
cuentas no nos cierran por ningún lado. Si la bomba le estalla a Macri o a
Alberto es secundario. El ciclo se repite, en lo esencial, en el binomio
kirchnerismo-macrismo, como en los casos dictadura-Alfonsín y Menem-De La Rúa.
Para entender esto hay que comprender
que hay dos ejes fundamentales que explican el crecimiento y desarrollo
sostenido de los países: instituciones y libertad económica. Hay muchas variables
en juego, pero estas son las más profundas. Y si no las tenemos presentes en
simultáneo, los análisis pierden perspectiva y confunden lo profundo con lo
superficial, focalizándose en múltiples variables diversas que no son
esenciales, lo que impide el acuerdo. En las mediciones internacionales de
calidad democrática y de libertad económica, como las de The Economist y
Heritage, esta correlación es muy clara y contundente, si bien no quiere
decir que no haya otros factores en juego.
La experiencia democrática nos ha dado
la posibilidad de mejorar, a duras penas, nuestras instituciones políticas. La
reforma del 94 introdujo la necesidad de acuerdo de 2/3 del Senado para
designar y remover a los miembros de la Corte Suprema, dotando a dicho órgano
de una importante estabilidad e independencia. De hecho, las tendencias
autoritarias del kirchnerismo (consagradas primero en Santa Cruz y luego
puestas en práctica a escala nacional, en sintonía con la movida bolivariana de
Chávez en Venezuela), tuvieron su principal freno en la Corte Suprema, que
protegió la subsistencia del Grupo Clarín, el principal medio de comunicación
crítico del oficialismo en ese entonces.
Durante el kirchnerismo, aunque
mayormente por motivos coyunturales y presiones externas, en contraste con su
conducta sistemáticamente autoritaria, también hubo algunos avances en materia
de democracia. La asignación universal por hijo, conquistada por la oposición
luego de su triunfo en 2009, le quitó un poco de peso relativo al clientelismo,
aunque no mucho. La derogación del delito de calumnias contra funcionarios
públicos afianzó la libertad de expresión. Las PASO, a pesar de su mala fama y
su escasa implementación, quieran o no, son una herramienta de democratización
de los partidos que evita cúpulas partidarias plenamente cerradas y
autoritarias.
Estas reformas del kirchnerismo fueron
más bien la excepción que la regla, y arracadas a regañadientes, pero
sucedieron como parte de un proceso de madurez política de nuestra joven
democracia. Empero, con los altos niveles de corrupción y los embates
constantes contra la división de poderes y la libertad de expresión, sin dudas
el saldo institucional del kirchnerismo fue negativo. Fue Macri quien realmente
apretó el acelerador en esta materia, cesando los ataques contra la libertad de
expresión y la división de poderes, y llevando adelante algunas reformas
estructurales como la digitalización y transparencia de la administración
pública, la erradicación de los sobreprecios en la obra pública, el mayor
federalismo fiscal, la ley del arrepentido, la extinción de dominio y la
responsabilidad penal empresaria.
La Argentina vivió una época dorada de
institucionalidad durante el gobierno de Macri, aunque quedan pendientes
reformas más profundas en la Justicia, la cual sigue evidenciando elevados
niveles de corporativismo, lentitud y falta de representatividad (mayormente
fruto del abolicionismo penal zaffaroniano, impregnado en las mentes de muchos
jueces penales). Quizás una reforma del Consejo de la Magistratura, haciendo
que sus integrantes se designen y se remuevan por amplio consenso y gocen de
independencia y estabilidad, como los de la Corte Suprema, sea una clave para
consolidar una democracia de calidad, además de la boleta única en las
elecciones.
Como vemos, en materia de
institucionalidad, hemos progresado, aunque todavía falta. Pero los efectos de
las instituciones sobre el desarrollo, si bien son muy importantes, no son
inmediatos, y nos queda la otra mitad de la llave maestra, que es la libertad
económica. Dentro de esta variable, la carga impositiva, en el marco de un
Estado de Derecho, es el principal indicador a mirar. También importa la
integración comercial con el mundo, pero sin una economía competitiva esta
integración es muy difícil y traumática.
Desde Montesquieu, los fisiócratas y el
genial Adam Smith, se sabe en el mundo científico (o saben los que quieren
saber) que una mayor presión impositiva es causa de una menor capacidad de
generación de riqueza, de ahorro, emprendimiento e inversión por parte de la
población. Más impuestos equivale a menos inversión productiva. Desde luego,
esto es así siempre y cuando exista cierta institucionalidad democrática
consolidada, puesto que la arbitrariedad, la corrupción, la inseguridad
jurídica y la falta de competencia en igualdad de condiciones en los mercados,
todo lo cual se desprende del autoritarismo, conllevan enormes impuestos
indirectos invisibilizados, que agobian cualquier aparato productivo (incluso
aunque la carga impositiva formal o legal sea baja).
Y esta es entonces la principal llave
maestra del enigma argentino: bajar drásticamente los impuestos, empezando por
los que recaen sobre los más humildes y necesitados. Pues la otra gran variable
de la ecuación, la institucionalidad democrática, de enorme importancia, está
más encaminada y, a su vez, sus efectos son menos inmediatos. Por ende, debemos
focalizarnos en los impuestos. Y para bajar los impuestos hay que bajar el
gasto público, lo cual requiere de un gran trabajo de consenso, compromiso y
visión a futuro de parte de la dirigencia política.
En el gráfico anterior se observa cómo,
en el proceso Menem-De La Rúa, el gasto público sube hasta experimentar, al
estallar la crisis, una caída estrepitosa con la mega devaluación de Duhalde,
que licúa salarios y lleva la pobreza a niveles inusitados. Desde allí, con
gasto público bajo, superávit, efecto rebote y viento de cola internacional, la
economía crece fuertemente (lo que debió haber bajado el peso relativo del gasto
público en el producto). Empero, el gasto público relativo, no sólo no bajó,
sino que subió, y como nunca, con el kirchnerismo. Esto demuestra que el
kirchnerismo es el principal responsable de la debacle o encerrona
macroeconómica actual de la Argentina, y que la forma en que aumentó el gasto público
y el déficit fiscal fue absolutamente desquiciada e irresponsable. Macri no
hizo cambios significativos, y sólo consiguió una baja leve en el último año, incipiente
y tardía, a un costo social y político demasiado grande.
Desde luego, como dijimos, esta no es
la única variable. Pero es una de las dos más importantes, junto con la calidad
institucional. Es la que más pendiente tenemos, y la que más rápidamente puede
surtir efecto si la mejoramos. Hay maneras de bajar el tamaño del Estado sin
trauma social: con una adecuada escala de prioridades, asegurando el derecho a
la alimentación de todas las personas, eliminando gastos no indispensables, con
un sistema impositivo simplificado y progresivo, y dándole un plazo adecuado,
una justa indemnización y un incentivo a quienes deban abandonar el Estado (por
ejemplo, con dos años para buscar trabajo y con un año de salario garantizado
aunque consigan trabajo en otro lado, estimulando que encuentren trabajo en el primer
año para lograr un doble salario temporal). Además, la incorporación de
personal al Estado debe estar monitoreada, controlada y aprobada por un órgano
técnico e independiente interdisciplinario, acaso con un sistema de designación
y remoción como el de la Corte Suprema. Esto último ayudaría a evitar que la
debacle presupuestaria del kirchnerismo se repitiera en el futuro y generaría,
a la larga, una garantía de gasto público razonable.
Estos son sólo ejemplos. Hay miles de
formas y, si hay buena voluntad, será posible acordar alguna, entre todas las
fuerzas políticas que entiendan que un gasto público excesivo anula la
capacidad de ahorro, emprendimiento y progreso de los ciudadanos, en especial
de los más humildes. También es importante marcar que el gasto social es muy
ineficiente en la Argentina, con mucha superposición y duplicación de subsidios
y sin controles, asignados a través de organizaciones intermediarias que muchas
veces lucran con los subsidios y los conquistan a fuerza de amenazas y violencia.
Si se estableciera un sistema de ayuda social unificado y simplificado,
transparente, automatizado y bancarizado, a escala nacional, el gasto público
podría reducirse significativamente sin dejar de atender a los que realmente
necesitan ayuda.
Contra el argumento de la importancia
del gasto público suele esgrimirse que hay países pobres con bajo gasto público,
y que hay países ricos con gasto público elevado. Sin embargo, hay que decir
dos cosas sobre esto.
Primero, la tasa de ahorro e inversión
que necesita un país rico para mantenerse como tal, es menor que la que se
requiere para que un país pobre se desarrolle. Esto último exige un esfuerzo
ciudadano mayor. Como dice el refrán, no le preguntes a un país desarrollado
cómo hace para mantenerse así, sino cómo hizo para dejar de ser pobre. Al ser
el producto total de un país desarrollado tan grande, un gasto público elevado
igualmente deja liberados recursos suficientes para niveles de ahorro e
inversión acordes para mantener el nivel de desarrollo alcanzado. Por el
contrario, en los países más pobres, al ser el producto total bajo, para
liberar suficientes recursos, como para realizar el pasaje de la pobreza al
desarrollo, el porcentaje de gasto público debe ser bastante más bajo.
Dentro del grupo de países
desarrollados, los negadores de la importancia del nivel de gasto público
señalan a los “nórdicos”, que presentan un alto nivel de desarrollo y un gasto
público elevado. Aquí, sin embargo, hay que señalar que el estatismo de los
países nórdicos es parcialmente un mito. Es cierto que tienen un gasto público
alto (Finlandia 53,6%, Suecia 49,9%, Noruega 48,7%). Pero en todas las demás
variables macroeconómicas son altamente liberales, como en integración
comercial, regulaciones financieras, simplicidad del sistema impositivo,
seguridad jurídica, etc. Asimismo, de esos tres países, el económicamente más
pujante y dinámico es precisamente Noruega, cuyo gasto público es más bajo. Y
hay que señalar que se trata de países pequeños, altamente integrados al mundo,
cercanos a los centros económicos mundiales, con poblaciones homogéneas y con muy
altos niveles de confianza y de educación. Si buscamos un país con esas mismas
características, pero con gasto público más bajo, como Suiza (34,2%), notamos
que este país es económicamente más pujante y dinámico que los nórdicos. Lo
mismo puede decirse de Australia (36,43%), aunque es de desarrollo más reciente
y parte de una situación inicial peor (datosmacro.com).
En cuanto a los países pobres con bajo
gasto público (por ejemplo: Chad 15,16%, Camerún 19,83% o Ghana 21,56%), hay
que tener en cuenta que, como dijimos antes, para que el gasto público sea un
indicador relevante, debe existir un Estado de Derecho consolidado, es decir,
instituciones democráticas sólidas, que eliminen razonablemente los impuestos
indirectos e invisibilizados del autoritarismo prebendario, la corrupción, la
inestabilidad, la inflación, la inseguridad jurídica y la incertidumbre. Todos
estos costos o “impuestos” no figuran en las mediciones formales.
Hagamos entonces una comparación entre
países cercanos a nosotros, tanto en institucionalidad democrática como en
nivel de desarrollo. Veamos países latinoamericanos democráticos de ingreso
medio, y cuál es su gasto público como porcentaje del PBI. Así, los países
democráticos latinoamericanos con mayor pujanza y dinamismo económico son Costa
Rica (con gasto público de 20,02%), Perú (21,6%) y Chile (25,21%). Uruguay
(33,73%) está un poco más atrás, con ciertos inconvenientes, aunque no tan
graves. Argentina (39%) y Brasil (38,15%) son los países económicamente más
problemáticos y estancados del grupo bajo análisis.
Como vemos, si bien no es la única
variable, el gasto público (y los impuestos que son su correlato) es de suma
importancia y marca un patrón de desarrollo bastante claro dentro de las
democracias consolidadas o en proceso de consolidación. Es, junto con la
calidad institucional, la gran llave maestra que podría destrabar nuestro
desarrollo. Pero para lograrlo se necesita un gran consenso de la dirigencia
política (no sólo a nivel nacional sino también en las provincias), una
política de Estado a largo plazo y una convicción de que es posible bajar el
gasto sin trauma social de por medio, asegurando la alimentación y focalizando
el gasto en lo indispensable, apostando a la creación de condiciones para que
los puestos de trabajo que se creen en el sector privado sean mucho más
numerosos y de mejor paga que los que se pierdan en el sector público. Si otros
países lo han hecho y lo hacen, no puede ser imposible que lo hagamos nosotros.
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