Cuando Venezuela es Santa Cruz y Santa Cruz es Venezuela
Publicado en: Fundación Libertad.
Nicolás Maduro y Alicia Kirchner. |
Venezuela y
Santa Cruz están devastadas. No podía ser de otra forma luego de muchos años de
estar gobernadas por una misma ideología autoritaria de extrema izquierda que
una y otra vez, a lo largo de la historia, como todo autoritarismo, demostró
trágicamente su incapacidad. Esto refuerza la hipótesis de que, en lo esencial,
la diferencia de resultado entre chavismo y kirchnerismo es sólo una cuestión
de cantidad, explicada por el tiempo que una y otra fuerza estuvo al frente del
Estado.
El chavismo
lleva gobernando Venezuela unos 18 años, y contando, desde 1999. El
kirchnerismo gobernó Argentina de 2003 a 2015, unos 12 años, y con dos
importantes reveses en elecciones legislativas intermedias, que lo obligaron a
ponerle un freno a su proyecto autoritario. Esa es toda la diferencia.
Las
similitudes entre ambos modelos son, de hecho, demasiado numerosas y evidentes:
autoritarismo, violación de la división de poderes, impunidad, corrupción,
despilfarro, déficit, desinversión, presión impositiva elevada, inflación, cepo
cambiario, dominación clientelar, falta de transparencia, complicidad con el
narcotráfico, permisividad con la delincuencia, etc. Pero donde el kirchnerismo
no tiene ninguna excusa, ni siquiera las poco creíbles que utiliza para
despegarse del fracaso de Venezuela (cuando no reivindica directamente la
dictadura de Maduro), es en Santa Cruz. Lleva gobernando y aplicando su
“modelo” en esa provincia de manera ininterrumpida desde 1991. Es decir, 26
años, y contando...
No hace
falta decir mucho para explicar la situación que atraviesa la provincia de
Santa Cruz, gobernada actualmente por la hermana de Néstor, Alicia Kirchner, ex
ministra de desarrollo social durante el kirchnerato. Mientras que la
gobernadora de Buenos Aires, María Eugenia Vidal, recibió un año atrás una
provincia quebrada (por el kirchnerista Daniel Scioli) y este año hizo un
esfuerzo para ofrecer un 19% de aumento a los docentes sin que las
negociaciones hayan terminado, Alicia ofreció apenas un 3%, argumentando descaradamente
que recibió la provincia en terribles condiciones (¡luego de 26 años de
gobierno de su propia fuerza política!).
La
provincia de Santa Cruz se encuentra literalmente paralizada. Hay varios
edificios públicos tomados. No funcionan la Justicia, el Ministerio de Economía
ni la educación y la salud está colapsada, mientras las sospechas y denuncias
de corrupción y fondos faltantes son sistemáticas. Agudiza la situación una
crisis de legitimidad, derivada del hecho de que Alicia Kirchner no fue la
candidata que más votos obtuvo en las elecciones a gobernador de Santa Cruz.
Accedió al cargo por una tramposa ley de lemas que le permitió sumar votos de
otros candidatos.
En
Venezuela la situación es aún peor. Lleva varios años de una crisis
literalmente terminal. El aparato productivo está destruido, la inflación no
para de crecer (en 2016 fue del 550%), el desabastecimiento es fenomenal, el
régimen se endurece cada vez más, no hay acceso a bienes básicos y
medicamentos, muchos venezolanos pasan hambre o mueren en las colas de
hospitales colapsados, y las muertes por violencia política y delictiva, que en
muchos casos se entremezclan, son alarmantes (en 2016 fue el segundo país sin
conflicto armado más violento del mundo, con 91,8 homicidios cada 100.000 habitantes).
Tanto es así que el ex Secretario General de la ONU, Ban Ki Moon, afirmó ya en
agosto de 2016 que había una “crisis humanitaria” en el país caribeño, el mismo
rótulo que se usa para describir la tragedia social en países que sufren una
guerra o catástrofe natural.
Si hay
algunas diferencias de grado entre Santa Cruz y Venezuela, se deben al hecho de
que no es lo mismo gobernar un país que una provincia. El kirchnerismo no puede
allí, por ejemplo, tener presos políticos, ni inhabilitar o clausurar el Poder
Legislativo, como hizo Maduro. Eso sería motivo de intervención federal. Pero
las tendencias generales y los resultados son equiparables.
El
populismo de izquierda latinoamericano, como todo extremismo de izquierda, se
inspira en el marxismo. Este último es una corriente de pensamiento amplia y
compleja, pero presenta una tendencia preponderante a favor del autoritarismo
en sus diversas formas. Esto se debe a la apuesta contundente de Karl Marx por
una “dictadura del proletariado”; a su desprecio por el Estado de Derecho
democrático o democracia republicana, tildándola peyorativamente de “burguesa”
y afirmando en abstracto y dogmáticamente su naturaleza opresiva; y a su
afirmación de que los intereses de la clase obrera serían “objetivos”, lo que
habilita a imponerlos autoritariamente desde arriba, conforme el pensamiento de
una vanguardia iluminada o de un líder providencial.
El
populismo de izquierda o “neomarxismo” pretendió darle un tinte democrático al
extremismo de izquierda. Lo hizo reemplazando el materialismo histórico por un
relativismo que se disfrazó engañosamente de pluralismo; desechando el
determinismo económico por un determinismo cultural que justificó la dominación
cultural desde el Estado; y sustituyendo la lucha armada por el populismo como
estrategia solapada para concentrar un poder autoritario luego de acceder al
Estado a través de elecciones. Pero, aunque el método y la estrategia cambien,
la ideología es en esencia la misma y los resultados también.
Los avances
del kirchnerismo desde el Estado nacional contra la Justicia independiente y la
prensa crítica; la negativa de Cristina Fernández a pasarle los atributos
presidenciales a Mauricio Macri; las afirmaciones de Hebe sobre que no hay que “ser
bueno” y sobre que Macri es “peor que un dictador”, así como su amenaza de
“volar” la Casa de Gobierno; la reivindicación de las organizaciones armadas de
los 70; el deseo público del kirchnerismo de que el gobierno caiga y el
helicóptero de cartón llevado por sus militantes al acto del 24 de marzo, no
son hechos aislados sino el reflejo de la intolerancia propia de una ideología prepotente,
soberbia y autoritaria, que jamás va a conocer la humildad ni a reconocer que
destruyó prácticamente todo lo que tocó.
Mientras no
abandonemos y repudiemos de manera uniforme y contundente todo autoritarismo o
extremismo, sea de izquierda o de derecha; mientras no valoremos la
institucionalidad democrática como principal factor de desarrollo económico y social;
mientras el debate político no se circunscriba espontáneamente a la
centroizquierda y la centroderecha, excluyendo a los extremos autoritarios; mientras
no condenemos todo atisbo autoritario bajo la premisa de que el autoritarismo
no tiene freno, no podremos convertir a Latinoamérica en una región pacífica,
libre, igualitaria y desarrollada.
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