Cuando el dogma
garantista vale más que el ser humano
Luego del fin y el descrédito
definitivo de las dictaduras militares en América Latina, se generó un clima
favorable a la democracia y a la limitación del poder. Sin embargo, nuestra
falta de experiencia y cultura democrática hizo que en muchos casos la
democracia permaneciese en el ámbito de lo formal, sin división de poderes,
transparencia ni rendición de cuentas; y que la limitación del poder fuese interpretada
a veces como un freno al ejercicio de la autoridad pública, en vez de como un
límite a la arbitrariedad.
En este marco, emergió y se difundió
el mal llamado “garantismo”, que toma las garantías jurídicas propias de un
sistema democrático, o del llamado “derecho penal liberal”, y las desnaturaliza,
convirtiéndolas en fines en sí mismos. Las extrapola a tal punto que dejan de
ser garantías protectoras de derechos y libertades, y pasan a ser trabas
insólitas a la fuerza coercitiva y la autoridad del Estado. Esto debilita el
Estado de Derecho y facilita la violencia, la criminalidad y la concentración
del poder.
El discurso garantista se sirve de
lenguaje e imágenes típicamente liberales o democráticas, escondiendo su
verdadera naturaleza extremista, al plantear el objetivo de “limitar” el poder
punitivo del Estado. Sin embargo, nótese la sutil y fundamental diferencia:
mientras que la democracia busca principalmente limitar la arbitrariedad o
discrecionalidad en el uso de la fuerza pública, el garantismo busca limitar el
ejercicio efectivo o la eficacia de esa autoridad, favoreciendo una suerte de
anarquía o debilidad estatal en la que el más fuerte o abusivo avasalla al más
débil u honesto. Es decir, toma las garantías jurídicas y las convierte en un
objeto de adoración irracional, en desmedro de consideraciones prácticas y
humanistas elementales, que hacen al respeto de la libertad y la vida de las
personas y, en especial, de los inocentes.
Es muy llamativo que el padre del
garantismo, Zaffaroni, supuesto paladín de las garantías jurídicas, haya sido
pieza clave y promotor de un gobierno que arremetió sistemáticamente contra la
madre de todas las garantías y del Estado de Derecho: la división de poderes.
No es nada casual que el kirchnerismo, de orientación de extrema izquierda o
“neomarxista populista”, haya promovido a Zaffaroni y al garantismo en general,
pues garantismo y neomarxismo tienen raíces filosóficas comunes en el
“posestructuralismo”. Este último niega la libertad e interpreta las
instituciones de una sociedad libre como opresoras. Para ello, recurre a un
determinismo institucional-cultural. No seríamos realmente libres sino que
estaríamos determinados o “creados” (en tanto sujetos) por la cultura que emana
de las instituciones vigentes. Así, la cultura y las instituciones democráticas
pasan a ser una forma más de opresión. Esto disminuye su legitimidad pública y
aumenta la legitimidad relativa de las ideologías y propuestas autoritarias.
La alianza del kirchnerismo con
sectores de la Justicia liderados o inspirados por Zaffaroni no fue un caso
aislado. También dicho grupo político agremió a barras y delincuentes, legitimándolos
públicamente como tales, y cayó en una inacción total en lo relativo a la política
de seguridad y de lucha contra el narcotráfico. El debilitamiento de las reglas
de juego y de la sociedad civil facilita la concentración del poder.
En concreto, el garantismo ha
aumentado enormemente los niveles de dogmatismo, irrealidad y soberbia en
muchos legisladores y operadores judiciales. El pueblo percibe que hay una
distorsión de valores muy grande, y que está a merced de los delincuentes. Pero
los garantistas responden como autómatas insensibles, con aires de
superioridad, con su lógica abstracta desconectada de la realidad.
Al convertir a las garantías
jurídicas en fines en sí mismos, y no en medios de protección de los derechos de
los ciudadanos, lo que el garantismo ofrece es impunidad, o la mayor cantidad
de impunidad que las circunstancias permitan en cada caso. En esto consiste la
idea del “derecho penal mínimo”.
A todo esto cabe responder, primero,
que el único fin en sí mismo es y debe ser siempre el ser humano, incluyendo a
todos y nunca considerando a uno por encima o en desmedro de los demás. Es
decir, si cada ser humano es un fin en sí mismo, no tiene sentido sacrificar la
vida de inocentes para asegurar la libertad de una persona que no trata a sus
semejantes como un fin. Lo primero debe ser proteger al inocente (aunque no
quiere decir que sea lo único).
Segundo, los derechos humanos no son
absolutos y entran parcialmente en suspenso, en la medida necesaria y
razonable, cuando el delincuente decide traicionar a sus semejantes, dañando a
inocentes y destruyendo la confianza pública.
Tercero, desde la famosa “teoría de
las ventanas rotas”, está práctica y empíricamente comprobado que la eficacia
de las sanciones, en especial de las más tempranas y sobre las faltas más
leves, desalienta la profundización del camino del delito, con lo cual, no sólo
beneficia a la sociedad, sino también al delincuente mismo.
Los recursos y las trampas lógicas
que utiliza el garantismo para maximizar la impunidad de los delincuentes (o,
desde su perspectiva, minimizar el derecho penal), son variados y van mutando
con el tiempo. Sería demasiado extenso abordarlos todos en un mismo artículo,
pero vale la pena traer a colación algunos de ellos.
Se dice que el menor de edad, al ser
más influenciable y vulnerable, es menos responsable y, por ende, no debe ser
sancionado. Sin embargo, lo cierto es que no hay fuerza más corruptora que la
impunidad, y más todavía en un entorno que, de algún modo, facilitó o favoreció
que ese menor delinquiera. Es decir, el garantismo abandona a su suerte al
menor delincuente. Lo impulsa a profundizar el camino del delito, para acabar
probablemente preso o asesinado, llevándose consigo víctimas inocentes. Esto,
más allá de que, por terrible que pueda haber sido la infancia de un menor,
tampoco sería realmente humano permitir que asesine impunemente a inocentes. Es
decir, el deber de proteger a la sociedad de ese menor corrompido es real, más
allá de que, mientras se protege a la sociedad de manera prudencial y
razonable, habrá que ver cómo se puede ayudar al menor, acaso con un régimen
penal especial y tratamientos más personalizados adaptados a su condición.
Se dice también que no se puede
aumentarle la pena a un reincidente porque eso significaría caer en un “derecho
penal de autor”, como el de los nazis que juzgaban por ser “judío” o “gitano”.
El dogmatismo es patente. No se analizan los efectos prácticos y humanos de la
conclusión referida, caída como maná del cielo a partir de un concepto
desprestigiado que se usa como escudo. Empero, el derecho penal de autor se
caracteriza, precisamente, por discriminar a las personas por sus cualidades
accesorias, y no por juzgarla en virtud de sus actos. Considerar la
reincidencia es tener en cuenta actos previos que hacen que la gravedad de la
acción última y la probabilidad de reincidencia futura sean mayores.
Asimismo, se alega que la prisión
preventiva debe darse cuando sea el único modo de poder avanzar con el proceso.
Es decir, cuando, sin la prisión preventiva, el proceso no podría llevarse a
cabo, sea por fuga o por entorpecimiento. Desde esta lógica, un asesino y
violador serial, que pusiera en peligro a su denunciante, debería esperar
el proceso judicial apaciblemente en la tranquilidad de su hogar. De nuevo,
vemos que las garantías se extrapolan y pasan a ser un fin en sí mismo, un
dogma absoluto, y a valer más que el ser humano.
Esto no quiere decir que la prisión
preventiva no deba ser la excepción en vez de la regla (como ocurría hace
algunos años en nuestro país, lo que facilitó la difusión del discurso garantista).
Pero puede perfectamente haber otras excepciones además de las que plantea el
garantismo, las cuales en todo caso deberán discutirse, como ser reincidencia,
evidencia notoria, amenazas al denunciante, etc.
Hay muchas otras ideas que el
garantismo ha instalado como tabúes o verdades absolutas indiscutibles, pero
que en realidad merecen una discusión racional, como corresponde en una
democracia. Sería quizás demasiado extenso desarrollarlas enteramente, pero he
aquí una lista no exhaustiva: la permisividad y falta de disciplina dentro de
las cárceles; la demonización de la fuerza pública y su inhibición a la hora de
usar la fuerza legalmente para cumplir con su trabajo; el doble cómputo del
tiempo de la prisión preventiva a pesar de ser el detenido hallado culpable; las
salidas anticipadas excesivas; la imposibilidad de acumular penas; la ausencia
de posibilidad de extender la pena por sentencia de juez ante mala conducta
extrema o peligro notorio para la sociedad; la restricción irrisoria de la
legítima defensa, hasta el punto de tornarla virtualmente inaplicable; la
prohibición dogmática de penas perpetuas reales en casos extremos; el rechazo
de antemano, sin posibilidad de discusión alguna, del tratamiento químico indoloro
de violadores seriales o del registro público de violadores, a pesar de que
existe la posibilidad de que ello pueda beneficiar tanto a la sociedad como al
violador mismo; o la tendencia a implementar penas excesivamente leves, que no
satisfacen la más elemental necesidad psicológica de justicia de la víctima ni
la seguridad más básica de la comunidad.
Los excesos de los jueces
garantistas abundan en nuestro país. Baste citar a modo de ejemplo: cuando
César Ghirardi fue condenado por tres homicidios, salió anticipadamente, a los
seis días volvió a asesinar, fue condenado a “prisión perpetua” pero, tras sólo
7 años, volvió a ser puesto en libertad en 2015, para en 2016 volver a ser
detenido tras asaltar un banco en Don Torcuato; o cuando en Neuquén un violador
serial abusó de cinco niñas de entre 6 y 8 años y defecó sobre ellas, fue
condenado a sólo 13 años, salió a los 7, volvió a violar, se lo condenó a 9
años más y volvió a ser liberado recientemente (esperamos tristes noticias); también
cuando Rubén Galera fue condenado a 16 años por violación y liberado a los 12
por “buena conducta”, cuando dos años atrás, estando preso, había intentado
abusar de una radióloga del presidio y, vaya sorpresa, al salir en libertad
volvió a violar, todo esto a pesar de que su primera víctima había ido a ver al
juez y le había rogado que no lo liberara; así como cuando se dejó en libertad
a Carlos Pereyra Duarte, acusado del secuestro de un ciudadano sueco,
contradiciendo los informes médicos; o cuando en Mar del Plata una persona, que
tenía condena a sólo 14 años por violación agravada de su propia hija de 8,
quedó en libertad tras un hábeas corpus hasta que la condena quedara firme; y
la lista podría seguir casi interminablemente.
En definitiva, Diana Cohen tiene
toda la razón del mundo cuando habla de una “masacre por goteo” fruto del
dogmatismo y la falta de sentido común y sensibilidad de parte de los jueces y
legisladores mal llamados garantistas, que lo único que parecen garantizar es
la impunidad. Si todos, por el solo hecho de ser personas, tenemos acceso a un
conocimiento moral básico universal, derivado de percibir a cada ser consciente
y espiritual como un igual y como un fin en sí mismo, entonces el dogmatismo
es, en última instancia, una forma de egoísmo, consistente en colocar alguna lógica
o idea abstracta, que confiere cierta satisfacción intelectual o falsa
sensación de seguridad o superioridad, por encima del ser humano mismo. Este
egoísmo del extremismo garantista se ha cobrado muchas vidas en la Argentina, y
lo seguirá haciendo si no le ponemos un freno contundente, que debe ser social,
político y, si fuera el caso, también penal.
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