FUENTE: Tribuna de Periodistas (TDP).
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Agreguemos que, a unos pocos metros, hay otra persona que observa y alienta a la víctima, pero no interviene. Se limita a incentivar y arengar al golpeado. Cada tanto, intenta acercarle algo de agua, pero es poco lo que puede beber mientras recibe los golpes. Sumemos más indignación: el observador que no interviene mide tres metros. Podría fácilmente derrotar o disuadir al agresor.
Desde luego, la realidad internacional es más compleja que una pelea callejera. Sin embargo, ciertos principios básicos se aplican a todas las relaciones humanas, a cualquier escala. ¿Alguien puede pensar que la situación descripta sea justa? ¿Es factible creer que algo bueno pueda salir de ella? ¿Cabe imaginar que la no intervención pueda favorecer la paz o el bien común en ese caso?
En la actual guerra de Ucrania ocurre algo muy similar. Rusia, que mide dos metros, está agrediendo de manera totalmente abusiva e injustificada a su vecino de apenas un metro de altura. Las democracias liberales, lideradas por Estados Unidos, tienen una envergadura de tres metros, pero se limitan a observar, alentar a la víctima y enviarle bienes a modo de asistencia mientras sufre una aniquilación en cámara lenta.
Hay varios argumentos que se han esbozado para no intervenir directamente en Ucrania. Uno es que dicho país no es miembro de la OTAN. Esto no resiste el menor análisis. Es verdad que, si perteneciera a la OTAN, probablemente el margen de maniobra sería menor y las democracias estarían obligadas a actuar militarmente. Empero, que no estén obligadas, o no tanto (porque de hecho se comprometieron a defenderla cuando renunció a su arsenal nuclear en el Memorándum de Budapest), no impediría que lo hagan si así lo decidieran. La OTAN intervino en defensa de países o poblaciones no miembros cuando hubo decisión política para ello, incluso con bastante menos amparo legal que el que tendrían si acudieran en ayuda de Ucrania. Es, en cualquier caso, una legítima defensa de un tercero que está siendo invadido y destruido.
El otro gran argumento es evitar la Tercera Guerra Mundial. Ahora bien, la inacción en los inicios del expansionismo hitleriano fue, precisamente, lo que llevó a una retroalimentación de la violencia a causa de la impunidad. No fue una receta exitosa en absoluto. Aunque no hace falta irnos tan lejos. El propio Putin es ejemplo de ello. Anexionó una parte de Georgia en 2008 y no padeció consecuencia alguna. Lejos de conformarse, en 2014 se apropió de una región de Ucrania. De nuevo, no hubo ningún castigo. Ahora estamos presenciando el intento de la dictadura rusa por deglutirse una democracia entera, de 45 millones de habitantes. Ciudades completas están siendo reducidas a polvo. Fosas comunes esconden el accionar asesino de un ejército conquistador que busca expandir el autoritarismo megalómano de su monarca de facto.
Derivado de este segundo argumento, se encuentra el del peligro de una guerra nuclear. Lo cierto es que no hay nada más peligroso que demostrarle a un dictador que se le tiene miedo. Eso solo lo alentará. Su adicción al poder le permite detectar y respirar cada partícula de impunidad. Cuanta más vía libre se le deje a Putin, más probable es que acabe usando armas nucleares. Por otra parte, el argumento cae por el absurdo. ¿Cuál sería el límite? ¿Hasta dónde se le debería permitir llegar a Putin para que deje de ser demasiado alto el riesgo nuclear? ¿Acaso hay que permitirle conquistar el mundo entero?
Es cierto que sería muy lindo que Ucrania triunfara por sus propios medios, Putin cayera humillado, Rusia se democratizara y la democracia continuara floreciendo y consolidándose en el Este de Europa. El único problema con esa apuesta es que nada garantiza que ello suceda. No es imposible que ocurra, pero están en juego la vida de decenas de millones de personas, la existencia misma de una democracia de 45 millones de habitantes y puede generarse el envalentonamiento de un dictador al mando de un ejército ineficiente pero de muy gran tamaño, que incluye miles de ojivas nucleares. Es tanto lo que está en juego, que no se puede más que ir a lo seguro, sin vueltas.
A veces, reducir la escala del pensamiento ayuda a esclarecer las ideas y a no perder de vista los valores fundamentales que hacen a la convivencia pacífica entre seres humanos. De nuevo: ¿Qué haríamos si tuviéramos tres metros y viéramos a una persona de dos metros agrediendo impunemente a otra de un metro para quitarle todas sus pertenecías?
No se pretende aquí negar que las democracias deban actuar con suma prudencia al momento de intervenir. Un paso en falso podría ser casi tan desastroso como la inacción. Además, toda intervención debería medir el desgaste para no dejar descubierto el frente oriental y no alentar a China a invadir Taiwán. Pero hay muchas formas en que la OTAN podría actuar militarmente con la precaución debida.
Podría cerrar el espacio aéreo ucraniano de manera parcial y progresiva, brindarles refugio seguro a las tropas ucranianas en el Oeste, bombardear las líneas de suministro del ejército ruso, mejorar la logística y el suministro de armas, aceitar y acelerar el entrenamiento militar, etc. Como siempre ocurre en estos casos, los expertos serían los encargados de analizar las opciones y asesorar a los tomadores de decisiones. La cuestión es asegurarse de que Rusia no pueda salir victorioso, e intentar ponerle fin a la masacre de la manera más eficiente y rápida posible.
De tres cosas podemos estar seguros: Primero, si las democracias poderosas no defienden a las democracias débiles, nadie más lo hará. Segundo, si las dictaduras no son frenadas en seco por una fuerza superior contundente, seguirán avanzando. Tercero, intervenir por todos los medios posibles a favor de la democracia ucraniana, que resiste heroica y ensangrentada ante la arremetida rusa, es lo justo. Y la justicia se ha demostrado siempre, a la larga, indispensable para el ser humano.
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