La educación viene deteriorándose sostenidamente en la Provincia de Santa Fe. No es algo que ocurra desde hace unos años, sino desde hace décadas. La pandemia (y su mal manejo) no hizo más que acelerar el proceso y ponerlo más en evidencia.
El trasfondo de este decaimiento no es otro que el dogma de la antimeritocracia, que anula el pensamiento pedagógico y aniquila toda practicidad y flexibilidad. Incluso tergiversa y utiliza para mal algunas buenas ideas. La evidencia empírica no es tenida en cuenta. Se insiste constantemente en el mismo error. Lo único que importa es eliminar toda diferenciación o desigualdad, aunque eso conlleve el hundimiento y el empobrecimiento generalizados.
En el origen del proceso está el debilitamiento o derogación de los incentivos. Todo premio, reconocimiento, calificación, sanción, etc., es visto como una injusta crueldad que no hará más que profundizar la desigualdad.
Se empezó por anular el sistema de sanciones. En primaria no rigen. En secundaria han perdido fuerza porque, en la práctica, se derogaron los disuasores de última instancia y su aplicación es extremadamente burocrática. Una cosa es controlar que no haya arbitrariedad, que está muy bien. Otra, muy distinta, obstruir y tornar imposible su aplicación o sus efectos últimos. Si el alumno sabe que nada le pasará por acumular sanciones, estas pierden toda fuerza y eficacia.
Con el tiempo, se fueron sumando cada vez más presiones en contra de la repitencia y a favor de que los estudiantes pasen de año sin haber aprendido. Otro incentivo y recurso de autoridad perdido. Recientemente, en el marco de la pandemia, se consolidó la no repitencia y se le sumó un fuerte recorte de contenidos, más la derogación de la calificación y el examen. Es decir, ya no quedó prácticamente incentivo alguno en pie. “Quien te quiere te exige”, solía decirse.
La ministra Cantero ahora nos habla de una nueva reforma, esta vez más profunda y definitiva, para consolidar lo hecho en los últimos años. Sus ejes serían la no repitencia y la derogación o flexibilización de las materias. Es decir, más caos y anomia, más “desestructuración” en el mal sentido del término, que equivale a más destrucción. Esto sin tener en cuenta que se hace todo a los ponchazos y de forma improvisada, sin capacitación previa acorde.
Los resultados están a la vista, y van a ser cada vez más evidentes. En muchas escuelas los docentes reconocen que los alumnos no saben lo que es estudiar para un examen. Todo se resuelve con “trabajitos” en el aula. Si un educando decide no hacer nada u opta por dedicarse a molestar y obstruir la clase, el educador no puede hacer nada al respecto. El estudiante sabe que terminará aprobando con un “trabajito”. En el medio, dificultó, si no tornó imposible, el acceso a una educación de calidad de todo su grupo.
Se ha vuelto, en muchos casos, una misión imposible mantener el orden dentro del aula. Y eso viola un derecho sagrado en el ámbito educativo: el derecho al silencio, a poder concentrarse, leer, escuchar, aprovechar el tiempo, respetar y sentirse respetado, entrenar la mente, respirar un poco de libertad (que no es anomia) y disciplina, como no se puede hacerlo afuera, en la sociedad. La escuela debería ser un oasis, no un amplificador de los males del mundo exterior.
Se están formando generaciones enteras sin hábito de estudio, sin una mente razonablemente entrenada, sin cultura del esfuerzo, sin manejo de emociones ni capacidad de procesar límites o de mantener una disciplina firme. En pocas palabras, sin capacidad de lucha ni futuro. Es cada vez más común ver aulas vacías cuando llueve porque simplemente nadie concurre. También padres, e incluso alumnos, que piden a gritos que se apliquen más sanciones, porque saben que en la ley de la jungla nada bueno florece. Se está formando, y es muy doloroso decirlo, demasiada mano de obra narco.
Desde luego que hay excepciones y no se puede generalizar, pero la política ministerial hace fuerza en ese sentido. Mientras tanto, muchos docentes y directivos resisten como pueden con los escasos recursos de autoridad y autonomía a su disposición. La docencia se ha vuelto más desgastante e insalubre que nunca. De nuevo, claro que hay excepciones y microclimas institucionales. Pero la política pública no se puede basar en las excepciones.
El ambiente de impunidad y dejadez no solo obstruye las buenas prácticas educativas, sino que también inculca malos hábitos en los alumnos. Deseduca. Embrutece. Inculcar valores y educar las emociones no se trata solo de hablar. Hay que ayudar a desarrollar la voluntad, autocontrol, disciplina, “espiritualidad” para quienes tenemos una visión trascendente. Eso se entrena todos los días. Se respira. Se vive.
Claro que la convivencia escolar no puede basarse exclusivamente en la sanción y los incentivos. Pero no cabe duda de que son necesarios. Y son una parte importante. Me animo a decir que un 50%. Los valores no se internalizan solo con diálogo. Se necesita acostumbrarse a ellos, al efecto de ir incorporándolos de a poco. Percatarse de que son factibles y sentir sus beneficios. Aristóteles hablaba de que era vital educar a los niños en los buenos hábitos desde muy pequeños para que aprendieran a “sentir” bien. El ser humano precisa de entornos de justicia para desplegar su mejor potencial.
Una cosa es caer en el mero conductismo, y otra muy distinta entender que el ser humano es complejo y que su educación y desarrollo, en especial durante la infancia y la adolescencia, exigen tanto incentivo y hábito como concientización; estimular tanto la razón como la espiritualidad y fuerza de voluntad. Si una de estas dos patas falla, el proceso se cae por su propio peso. El alumno debe saber lo que está bien y lo que está mal (y una parte de ello lo sabe de manera intuitiva), pero también debe haber entrenado la fuerza interior para seguir el dictado de su propia consciencia. Para poder ejercer la libertad con responsabilidad y ser dueño de su comportamiento y forjador de su destino.
La falta de una perspectiva espiritual o trascendente (si suena poco científico podemos hablar de fuerza de voluntad, carácter, inteligencia emocional, etc.) lleva a un abordaje superficial y cortoplacista de la afectividad. El Ministerio machaca a diario con una pedagogía de la afectividad, como si fuera lo único a tener en cuenta en una escuela, y como si los docentes con vocación genuina (que son la gran mayoría) no supieran nada de ello. Pero lo peor es que la convierte en una pedagogía de la lástima (“compasional”, en palabras de Guillermina Tiramonti), justamente por negar la dimensión espiritual del ser humano. Y hay una gran diferencia entre el afecto y la lástima. Lo primero busca el bien del alumno a largo plazo, entrenándolo y exigiéndole con cordialidad y empatía. Lo segundo se centra en evitar su frustración inmediata de forma demagógica, perjudicándolo.
Quien escribe no está en contra de los cambios en educación. Al contrario, hay mucho para hacer y para innovar. Se deben incorporar al sistema de manera equilibrada y complementaria la evaluación formativa, la educación emocional, la perspectiva de las inteligencias múltiples, el aula invertida, el trabajo por proyectos, la educación por fenómenos, la mirada interdisciplinaria, la promoción por materia, las materias optativas, la sanción reparadora, etc. El problema es que nada de eso dará un buen resultado ni tendrá el mínimo grado de funcionalidad y eficacia si se lo utiliza como excusa para seguir destruyendo el sistema de incentivos y aumentar la anomia, como ocurre hace tiempo. Y todo parece indicar que la inminente reforma contra la repitencia y las materias irá en el mismo sentido. Ojalá me equivoque y este Ministerio, esta vez, nos sorprenda para bien.
Hace poco, la representante de Finlandia para América Latina, Emilia Ahvenjärvi, nos visitó y postuló a viva voz que la exigencia puede ser inclusiva. En ese país hay examen de ingreso hasta para el nivel secundario. Más allá de las innovaciones pedagógicas, los incentivos se mantienen intactos. Los nórdicos saben que son indispensables.
Los incentivos no buscan excluir, sino estimular. La verdadera inclusión no se logra destruyendo los incentivos, sino usándolos para optimizar los resultados y para poner en evidencia y detectar de forma temprana las situaciones problemáticas. A partir de allí, se podrá abordarlas de forma especializada y personalizada, con mayor concentración de recursos per cápita si es necesario. Mérito e igualdad de oportunidades van de la mano. Se necesitan mutuamente.
Vale aclarar que los incentivos afectan en mayor medida a los alumnos vulnerables, con menos contención, estímulo y capital cultural en el hogar, cuyo futuro depende más de su educación formal. Y el impacto de su destrucción es mayor en las escuelas públicas que en las privadas.
El resultado de lo anterior es evidente: La antimeritocracia aumenta la brecha educativa. No solo hay un empobrecimiento intelectual y moral generalizado, sino que cada vez vemos más desigualdad educativa, que se traduce a futuro en menos igualdad de oportunidades, más exclusión y más “mano de obra narco”.
¿Acaso los santafesinos vamos a continuar de brazos cruzados, permitiendo que sigan haciendo añicos nuestro sistema educativo e hipotecando el futuro de las nuevas generaciones?
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