¿En qué medida ha cambiado
Estados Unidos?
FUENTE: ON24 y Tribuna de Periodistas (TDP).
Fuente: ON24. |
Lo que sí podemos aventurar es que fue una elección
especialmente singular. Desde luego, todas las elecciones son importantes, y
más si se trata de la primera potencia mundial y la democracia más antigua.
Pero ésta fue inédita en varios sentidos.
En cierto modo, se trató de una elección que confirmó y
consolidó tendencias que apenas habían empezado a asomarse en 2016. Nadie sabía
a ciencia cierta si habían sido meros eventos excepcionales y espasmódicos o reflejos
de cambios estructurales.
Por un lado, otra vez las encuestas fracasaron, y lo
hicieron en ambos casos a favor del Partido Demócrata. Esto habla de un voto
oculto o “vergonzoso” (como le dicen algunos). Hay personas que no les gusta
decir que van a votar por Trump, que sienten un poco de culpa por ello o temen
cierto rechazo de familiares y amigos. Esto se puede explicar fácilmente porque
Trump ha sido el primer presidente en la historia de Estados Unidos que ha
desarrollado una mecánica netamente encuadrable en el populismo autoritario,
totalmente ajeno a la tradición y cultura democrática de ese país.
Por otra parte, el autoritarismo cínico y patológico de
Trump no fue una anomalía pasajera o una suerte de error histórico casual. Muy
por el contrario, incluso con una parte importante del Partido Republicano en
su contra, con un senador republicano como Mitt Romney habiendo votado a favor
de su juicio político, con figuras principales de su partido apoyando
públicamente a Biden, con ex funcionarios de su gobierno denunciándolo y con la
mayor parte de los medios de comunicación en contra, Trump ha sido muy difícil
de derrotar. Esto nos habla de que es el emergente de un cambio más profundo y
estructural en el electorado americano.
Así y todo, también se puede interpretar la elección como un
freno al populismo autoritario de derecha que pretendió llevar adelante Trump.
La democracia estadounidense demostró capacidad de reacción y de unidad para
defenderse a sí misma. La cultura democrática de algunos sectores del “cinturón
oxidado” puede haberse deteriorado mucho, pero en la mayor parte del país dicha
cultura sigue intacta, fiel a la historia de la nación.
Otra tendencia que se pone de relieve es la crisis del
sistema del colegio electoral. Es una institución tradicional de la democracia estadounidense,
y es difícil que sea reemplazada en lo inmediato, pero da lugar a una creciente
desigualdad entre los partidos mayoritarios, perjudicando sistemáticamente a
los demócratas.
Históricamente, era menos común que quien ganara los
electores no ganara el voto popular. Y ello podía favorecer a cualquiera de los
partidos, porque ambos tenían fuerte presencia rural. Empero, desde 1993,
prácticamente se puede afirmar que los republicanos no hubieran ganado ninguna
presidencia de no ser por el colegio electoral (excepto la reelección de Bush
Jr., que se descuenta no hubiera tenido lugar de no haber accedido a su primer
mandato gracias al colegio electoral). Es decir, de tenerse en cuenta el voto
popular, todos los presidentes de los últimos 30 años hubieran sido demócratas.
¿En qué medida se podrá continuar con un mecanismo electoral que siempre
perjudica al mismo partido y le impide regularmente a la mayoría del pueblo
designar a su presidente?
Más allá de eso, podemos preguntarnos de cara al futuro.
¿Fue el populismo autoritario de Trump una anomalía pasajera? ¿O acaso llegó
para quedarse? ¿En qué medida o porcentaje la lealtad es a Trump o al partido? En
lo inmediato ¿cuál será el futuro de Trump? ¿Buscará romper con la tradición de
caída en desgracia de los presidentes no reelectos? ¿Elegirá a un sucesor y
logrará movilizar a su favor a su leal y activo electorado de extrema derecha?
¿Afrontará juicios por sus abusos en el ejercicio del poder, así como por
acusaciones de corrupción que ya sobrellevaba antes de ser presidente?
Llegamos así al interrogante final y más importante: ¿qué
perfil adoptará el Partido Republicano? En cierto modo, la solidez y lealtad
del electorado de Trump, capaz de tolerarle cualquier tipo de exabrupto, abuso
o desprolijidad, podría convertirse en un incentivo para profundizar el camino
iniciado por el magnate. Sin embargo, por otro lado, Trump es uno de los pocos
presidentes que no lograron la reelección. Esto, sumado a la constante pérdida
del voto popular, así como al cambio demográfico, podría acelerar una
renovación y modernización en el Partido Republicano.
Si ello sucediera, podríamos ver un retorno a un liberalismo
conservador clásico, lo cual sería bueno tanto para el partido como para el
país. Paradójicamente, sustituir el sistema del colegio electoral podría, en
contra de lo que parece a simple vista, beneficiar al Partido Republicano. Lo obligaría
a reformular su base electoral y a buscar una renovación y modernización,
dejando de ser un partido netamente rural en retroceso, que necesita aferrarse
a un colegio electoral distorsionado para ser competitivo.
De lo que decida y haga el Partido Republicano de aquí en
más, dependerá la estructura que adopte el sistema de partidos en Estados
Unidos. Una opción parece ser un retorno a la normalidad, con un Partido Demócrata
de corte socialdemócrata o de centroizquierda (para estándares americanos,
desde luego) y un Partido Republicano liberal-conservador o de centroderecha.
Sería lo mejor desde el punto de vista de la salud de la democracia norteamericana.
La otra alternativa, más revolucionaria, sería que el
Partido Republicano consolide el perfil nacionalista y populista que quiso imprimirle
Trump. En este caso, el electorado liberal-conservador podría repartirse entre
el Partido Demócrata y el Partido Republicano. Así, la nueva base electoral del
Partido Demócrata tendría un componente liberal adicional que presionaría hacia
el centro y haría aún más moderado a un partido que de por sí se ha
caracterizado, en las últimas décadas, precisamente por su moderación.
Tendríamos, entonces, una fuerza democrática de “extremo
centro”, que dirimiría en internas si adoptar un perfil más socialdemócrata o más
liberal, y una fuerza autoritaria, de tendencia nacionalista y populista,
totalmente inédita para la historia de Estados Unidos. Este último sería el
peor escenario posible. Implicaría una constante y latente amenaza de
exabruptos autoritarios y degradación institucional en la primera potencia
mundial, con los consiguientes efectos de inestabilidad e incertidumbre para el
planeta, tal como sucedió durante los últimos cuatro años de gestión de Trump.
No podemos saber el futuro, pero analizar y conocer escenarios posibles nos
ayuda a estar mejor informados y a ser mejores ciudadanos dondequiera que nos
toque serlo.
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