domingo, 1 de noviembre de 2020

La impunidad de los jueces

Cuando la Justicia no rinde cuentas a nadie

 
Fuente: TDP.
         En una democracia liberal o republicana, ningún poder está exento de rendir cuentas. División de poderes no es lo mismo que corporativismo. Desde luego, al hablar de rendición de cuentas de los jueces entramos en un terreno
espinoso. De más está decir que el autoritarismo puede usar esta noción como excusa para crear amenazas y extorsiones arbitrarias sobre los magistrados.
         Ahora bien, los jueces no pueden ser impunes, de la misma manera que un presidente o un legislador tampoco puede serlo. ¿Cómo se hace entonces para controlar la legalidad y la no arbitrariedad de los poderes del Estado sin menoscabar su independencia? No hay una fórmula única. Cada democracia, si es que hay buena voluntad y verdadera vocación republicana, va probando y ajustando sus mecanismos para lograr un sano equilibrio entre autonomía y rendición de cuentas.
        Las claves parecen ser dos: consenso elevado e incentivo adecuado. Para que un poder controle a otro, se debe exigir un amplio consenso dentro de la institución u órgano interviniente. Por otro lado, es preciso crear un incentivo a favor del interés general. Esto último se puede lograr a través de elecciones libres periódicas, transparencia y libertad de información y de expresión.

         En el caso de los jueces, es conocida la máxima de que no deben ser juzgados por el contenido de sus fallos, sino por su buen o mal desempeño; es decir, no por su ideología o postura jurídica, sino por el hecho de haber cometido o no algún delito en el desempeño de sus funciones. Lo anterior no implica que los jueces tengan una libertad absoluta para decidir de cualquier manera. No es que el contenido de sus fallos esté totalmente exento de control, porque el delito o la ilegalidad pueden estar en dicho contenido. Pero, en ese caso, no se lo juzga por el mero contenido, sino porque dicho contenido es parte de una acción delictiva o ilícita más amplia.
         Ahora bien, ¿quién puede controlar que los jueces no comentan delitos? En el caso de los miembros de la Corte Suprema, el instrumento es el juicio político, que exige la aprobación de dos tercios de ambas cámaras. Es una buena regulación, pues el amplio consenso exigido les da a dichos funcionarios la tranquilidad de que ningún partido o grupo político tendrá, por sí solo, el poder necesario para destituirlos si alguna decisión judicial afectara sus intereses. Al ser designados y destituidos por dos tercios del órgano legislativo (aunque sólo del Senado para la designación), los jueces de la Corte Suprema han gozado, desde la reforma de 1994, de un creciente prestigio e independencia. Nos puede gustar más o menos su ideología, pero han sido seleccionados generalmente personajes notables y sus fallos no han respondido a un patrón político favorable a ningún gobierno en particular.
         En el caso de los jueces inferiores (de primera instancia y de cámara), la reforma constitucional de 1994 creó el Consejo de la Magistratura. Este órgano se encargaría de llevar a cabo concursos y de hacer una propuesta de designación basada en el mérito, la cual debe ser aprobada por el Poder Ejecutivo y por el Senado (por mayoría simple en este caso). El Consejo fue instrumentado recién a fines de 1998 por Menem, poco antes de dejar la presidencia. Lo hizo para evitar que sus oponentes políticos gozaran de la arbitrariedad que él había ejercido y disfrutado para influir en la Justicia. Así, paradójicamente, un gobierno altamente corrupto terminó generando, fracasado su proyecto de reelección indefinida, una muy buena regulación para la independencia judicial.
         La Constitución estableció la necesidad de una mayoría absoluta de ambas cámaras para el diseño del Consejo de la Magistratura. Hubiera sido mejor una mayoría calificada de dos tercios, igual a la necesaria para designar y destituir miembros de la Corte. También sería mejor que la mayoría del Senado necesaria para aprobar el acuerdo de designación sea de dos tercios en vez de una mayoría simple. Estas simples reformas, sin costo alguno ni burocracia adicional, generarían un potente sistema de incentivos a favor de la independencia e idoneidad de todo el Poder Judicial. Es de vital importancia, también, que el Procurador General (jefe de los fiscales) siga siendo elegido con acuerdo de dos tercios (no por mayoría simple, como proyectan algunos sectores del actual gobierno).
         Según el diseño que hizo el gobierno de Menem del Consejo de la Magistratura, con el correspondiente acuerdo legislativo, el sector político representaba el 47% del total del órgano. Asimismo, de los 8 legisladores que lo conformaban, el 50% eran de la oposición.
         Cuando el peronismo volvió al poder, no pasó mucho tiempo para que modificara el Consejo de la Magistratura que había promovido para evitar que la oposición controlara a la Justicia. El kirchnerismo hizo una primera reforma en 2006, por la cual el componente político del Consejo pasó del 47% al 54%. Asimismo, de los legisladores ya no serían la mitad del oficialismo y la otra mitad de la oposición, sino dos tercios del oficialismo y un tercio de la oposición. Así, la presencia directa del oficialismo (suponiendo mayoría en ambas cámaras) pasaba del 26% al 38%. Con sumar a tan sólo dos de los restantes miembros (por ejemplo ganando las elecciones de los abogados) o negociando sus votos, la mayoría propia le quedaba al alcance de la mano.
         El kirchnerismo se defendió de la acusación de querer controlar la Justicia alegando que seguía siendo necesaria una mayoría de dos tercios del Consejo para destituir jueces. Nótese la trampa: Si exijo un amplio consenso tanto para designar como para destituir (como ocurre con la Corte Suprema), el designado no dependerá ni responderá a ningún sector político en particular. Todos los sectores querrán que sea alguien prestigioso y confiable porque, de lo contrario, no sabrán contra qué sector o grupo podrá ejercer su corrupción, abuso o negligencia. Por el contrario, si la designación es por mayoría simple y no exige consenso, pero luego la destitución implica un amplio acuerdo de dos tercios, el incentivo se invierte: Quien tiene la mayoría simple se ve impulsado a seleccionar a un incondicional o corrupto propio, porque sabe que luego podrá bloquear la destitución y dotarlo de completa impunidad. Esto es, efectivamente, lo que hizo el kirchnerismo al defender y sostener a jueces impresentables, como Oyarbide. También usó este mecanismo para defender los delirios jurídicos de los garantistas, liberadores compulsivos de delincuentes peligrosos.
         Un caso famoso (por lo excepcional) fue el del juez Axel López, a quien, contra todo pronóstico, tras mucho batallar de sus víctimas para lograr los imposibles dos tercios, se le pudo abrir un jury de enjuiciamiento. Se lo acusaba de mal desempeño de sus funciones al haber concedido la libertad condicional a Juan Ernesto Cabeza, condenado a 24 años de prisión por cuatro violaciones, a pesar de un informe médico que dictaminaba un “serio riesgo de reincidencia”. Durante su libertad condicional en la provincia de Chaco, el liberado asesinó a Tatiana Kolodziej, de 33 años, en un intento de violación. El propio Eugenio Zaffaroni asumió la defensa de Axel López durante el jury y logró que fuera absuelto. Así, lo que hubiera podido ser un precedente de no impunidad y de responsabilidad para los jueces, se convirtió en una reafirmación de que pueden hacer cualquier cosa y jugar así con la vida y la propiedad de los ciudadanos.
         No contento con la reforma de 2006, el kirchnerismo sancionó otra en 2013 que era lisa y llanamente un mamarracho. Con la excusa de darle participación al pueblo, lo que hacía era meter a los candidatos al Consejo de la Magistratura en una lista sábana, obligaba a los jueces a presentarse como candidatos a través de los partidos políticos y bajaba la mayoría para destituir jueces de dos tercios a mayoría simple. Así, quien ganara las elecciones tendría un control total y absoluto del Consejo y, de esa forma, de los jueces.
         Esta reforma fue declarada inconstitucional por la Corte Suprema casi por unanimidad, con el único voto en disidencia del siempre impresentable Eugenio Zaffaroni. Cambiemos hizo, en el poder, exactamente lo opuesto del peronismo. Siendo oficialismo, presentó un proyecto de reforma del Consejo que disminuía su propia injerencia. Paradójicamente, el kirchnerismo trabó la reforma a pesar de que implicaba disminuir el poder del gobierno de entonces (aunque no tanto como sería deseable), acaso especulando con ser gobierno en el futuro y poder controlar a los jueces.
         Muchos jueces en Argentina (en especial los que cuentan con “banca política”) no sienten ninguna responsabilidad ni deber de rendición de cuentas hacia nadie. La mayoría vive en un mundo paralelo, totalmente ajenos al sentir de los ciudadanos. Desde luego que hay excepciones. Hay jueces con vocación, que desean hacer las cosas bien y trabajan denodadamente para ello. Pero el sistema no estimula ni premia a los buenos jueces.
         Al darles impunidad (que no es lo mismo que independencia), alienta a los mediocres o corruptos, que siguen rígidos y simplistas dogmatismos garantistas o que transan con el poder de turno por conveniencia. Como siempre, los malos ensucian y desprestigian a los buenos. Muchos de ellos liberan criminales antes de tiempo de forma indiscriminada e irresponsable, incluso cuando las penas en la Argentina son llamativamente bajas. No tienen en cuenta los antecedentes ni el riesgo que ello supone para la ciudadanía.
         Ahora lo estamos viendo también con las usurpaciones. Ante un delito en total y absoluta flagrancia, a la vista de todos, en el cual la fuerza pública debería actuar de oficio, los jueces se toman su tiempo, patean las resoluciones o convocan a “mediaciones” ¡entre propietarios y usurpadores! Así, juegan con los derechos humanos, en este caso el derecho a la propiedad privada del fruto del esfuerzo personal. Esta dilación del accionar judicial compromete los derechos de los ciudadanos inocentes y genera daños irreparables, por los cuales los jueces deberían ser sancionados y destituidos. Pues es su obligación actuar de inmediato para hacer cesar las violaciones de derechos de las que toman conocimiento.
         Para terminar con la impunidad de los jueces, y garantizar su idoneidad e independencia, hay que hacer una cosa muy simple. Tan simple es que sólo la mala voluntad y la adicción egoísta al poder pueden explicar que no haya sido realizada aún: reformar el Consejo de la Magistratura, el órgano que designa y remueve a los jueces, de forma tal que tenga una composición realmente equilibrada, como manda la Constitución. Los tres estamentos principales deberían tener la misma cantidad de miembros (poder político, jueces y abogados), con una representación significativa también de la Corte Suprema y de las universidades.
         En lo inmediato, lo imperioso sería declarar la inconstitucionalidad de la reforma de 2006, que aleja al Consejo de ese equilibrio. Esta decisión sigue pendiente de resolución, en manos de la Corte Suprema, y el lector puede ingresar al siguiente link para exigirle al máximo tribunal que haga lo que tiene que hacer.

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