Cuando la Justicia no rinde
cuentas a nadie
FUENTE: Tribuna de Periodistas (TDP).
Fuente: TDP. |
espinoso. De más está decir que el autoritarismo puede usar esta noción como excusa para crear amenazas y extorsiones arbitrarias sobre los magistrados.
Ahora bien, los jueces no pueden ser impunes, de la misma
manera que un presidente o un legislador tampoco puede serlo. ¿Cómo se hace
entonces para controlar la legalidad y la no arbitrariedad de los poderes del
Estado sin menoscabar su independencia? No hay una fórmula única. Cada
democracia, si es que hay buena voluntad y verdadera vocación republicana, va
probando y ajustando sus mecanismos para lograr un sano equilibrio entre
autonomía y rendición de cuentas.
Las claves parecen ser dos: consenso elevado e incentivo
adecuado. Para que un poder controle a otro, se debe exigir un amplio consenso
dentro de la institución u órgano interviniente. Por otro lado, es preciso
crear un incentivo a favor del interés general. Esto último se puede lograr a
través de elecciones libres periódicas, transparencia y libertad de información
y de expresión.
En el caso de los jueces, es conocida la máxima de que no
deben ser juzgados por el contenido de sus fallos, sino por su buen o mal
desempeño; es decir, no por su ideología o postura jurídica, sino por el hecho
de haber cometido o no algún delito en el desempeño de sus funciones. Lo
anterior no implica que los jueces tengan una libertad absoluta para decidir de
cualquier manera. No es que el contenido de sus fallos esté totalmente exento
de control, porque el delito o la ilegalidad pueden estar en dicho contenido.
Pero, en ese caso, no se lo juzga por el mero contenido, sino porque dicho
contenido es parte de una acción delictiva o ilícita más amplia.
Ahora bien, ¿quién puede controlar que los jueces no
comentan delitos? En el caso de los miembros de la Corte Suprema, el
instrumento es el juicio político, que exige la aprobación de dos tercios de
ambas cámaras. Es una buena regulación, pues el amplio consenso exigido les da
a dichos funcionarios la tranquilidad de que ningún partido o grupo político
tendrá, por sí solo, el poder necesario para destituirlos si alguna decisión
judicial afectara sus intereses. Al ser designados y destituidos por dos
tercios del órgano legislativo (aunque sólo del Senado para la designación),
los jueces de la Corte Suprema han gozado, desde la reforma de 1994, de un
creciente prestigio e independencia. Nos puede gustar más o menos su ideología,
pero han sido seleccionados generalmente personajes notables y sus fallos no
han respondido a un patrón político favorable a ningún gobierno en particular.
En el caso de los jueces inferiores (de primera instancia y
de cámara), la reforma constitucional de 1994 creó el Consejo de la
Magistratura. Este órgano se encargaría de llevar a cabo concursos y de hacer
una propuesta de designación basada en el mérito, la cual debe ser aprobada por
el Poder Ejecutivo y por el Senado (por mayoría simple en este caso). El
Consejo fue instrumentado recién a fines de 1998 por Menem, poco antes de dejar
la presidencia. Lo hizo para evitar que sus oponentes políticos gozaran de la
arbitrariedad que él había ejercido y disfrutado para influir en la Justicia.
Así, paradójicamente, un gobierno altamente corrupto terminó generando,
fracasado su proyecto de reelección indefinida, una muy buena regulación para
la independencia judicial.
La Constitución estableció la necesidad de una mayoría
absoluta de ambas cámaras para el diseño del Consejo de la Magistratura.
Hubiera sido mejor una mayoría calificada de dos tercios, igual a la necesaria
para designar y destituir miembros de la Corte. También sería mejor que la
mayoría del Senado necesaria para aprobar el acuerdo de designación sea de dos
tercios en vez de una mayoría simple. Estas simples reformas, sin costo alguno
ni burocracia adicional, generarían un potente sistema de incentivos a favor de
la independencia e idoneidad de todo el Poder Judicial. Es de vital
importancia, también, que el Procurador General (jefe de los fiscales) siga
siendo elegido con acuerdo de dos tercios (no por mayoría simple, como
proyectan algunos sectores del actual gobierno).
Según el diseño que hizo el gobierno de Menem del Consejo de
la Magistratura, con el correspondiente acuerdo legislativo, el sector político
representaba el 47% del total del órgano. Asimismo, de los 8 legisladores que
lo conformaban, el 50% eran de la oposición.
Cuando el peronismo volvió al poder, no pasó mucho tiempo
para que modificara el Consejo de la Magistratura que había promovido para
evitar que la oposición controlara a la Justicia. El kirchnerismo hizo una
primera reforma en 2006, por la cual el componente político del Consejo pasó del
47% al 54%. Asimismo, de los legisladores ya no serían la mitad del oficialismo
y la otra mitad de la oposición, sino dos tercios del oficialismo y un tercio de
la oposición. Así, la presencia directa del oficialismo (suponiendo mayoría en
ambas cámaras) pasaba del 26% al 38%. Con sumar a tan sólo dos de los restantes
miembros (por ejemplo ganando las elecciones de los abogados) o negociando sus
votos, la mayoría propia le quedaba al alcance de la mano.
El kirchnerismo se defendió de la acusación de querer
controlar la Justicia alegando que seguía siendo necesaria una mayoría de dos
tercios del Consejo para destituir jueces. Nótese la trampa: Si exijo un amplio
consenso tanto para designar como para destituir (como ocurre con la Corte
Suprema), el designado no dependerá ni responderá a ningún sector político en
particular. Todos los sectores querrán que sea alguien prestigioso y confiable
porque, de lo contrario, no sabrán contra qué sector o grupo podrá ejercer su
corrupción, abuso o negligencia. Por el contrario, si la designación es por
mayoría simple y no exige consenso, pero luego la destitución implica un amplio
acuerdo de dos tercios, el incentivo se invierte: Quien tiene la mayoría simple
se ve impulsado a seleccionar a un incondicional o corrupto propio, porque sabe
que luego podrá bloquear la destitución y dotarlo de completa impunidad. Esto
es, efectivamente, lo que hizo el kirchnerismo al defender y sostener a jueces
impresentables, como Oyarbide. También usó este mecanismo para defender los
delirios jurídicos de los garantistas, liberadores compulsivos de delincuentes
peligrosos.
Un caso famoso (por lo excepcional) fue el del juez Axel
López, a quien, contra todo pronóstico, tras mucho batallar de sus víctimas
para lograr los imposibles dos tercios, se le pudo abrir un jury de
enjuiciamiento. Se lo acusaba de mal desempeño de sus funciones al haber
concedido la libertad condicional a Juan Ernesto Cabeza, condenado a 24 años de
prisión por cuatro violaciones, a pesar de un informe médico que dictaminaba un
“serio riesgo de reincidencia”. Durante su libertad condicional en la provincia
de Chaco, el liberado asesinó a Tatiana Kolodziej, de 33 años, en un intento de
violación. El propio Eugenio Zaffaroni asumió la defensa de Axel López durante
el jury y logró que fuera absuelto. Así, lo que hubiera podido ser un
precedente de no impunidad y de responsabilidad para los jueces, se convirtió
en una reafirmación de que pueden hacer cualquier cosa y jugar así con la vida
y la propiedad de los ciudadanos.
No contento con la reforma de 2006, el kirchnerismo sancionó
otra en 2013 que era lisa y llanamente un mamarracho. Con la excusa de darle
participación al pueblo, lo que hacía era meter a los candidatos al Consejo de
la Magistratura en una lista sábana, obligaba a los jueces a presentarse como
candidatos a través de los partidos políticos y bajaba la mayoría para
destituir jueces de dos tercios a mayoría simple. Así, quien ganara las
elecciones tendría un control total y absoluto del Consejo y, de esa forma, de
los jueces.
Esta reforma fue declarada inconstitucional por la Corte
Suprema casi por unanimidad, con el único voto en disidencia del siempre
impresentable Eugenio Zaffaroni. Cambiemos hizo, en el poder, exactamente lo
opuesto del peronismo. Siendo oficialismo, presentó un proyecto de reforma del
Consejo que disminuía su propia injerencia. Paradójicamente, el kirchnerismo
trabó la reforma a pesar de que implicaba disminuir el poder del gobierno de
entonces (aunque no tanto como sería deseable), acaso especulando con ser
gobierno en el futuro y poder controlar a los jueces.
Muchos jueces en Argentina (en especial los que cuentan con
“banca política”) no sienten ninguna responsabilidad ni deber de rendición de
cuentas hacia nadie. La mayoría vive en un mundo paralelo, totalmente ajenos al
sentir de los ciudadanos. Desde luego que hay excepciones. Hay jueces con
vocación, que desean hacer las cosas bien y trabajan denodadamente para ello.
Pero el sistema no estimula ni premia a los buenos jueces.
Al darles impunidad (que no es lo mismo que independencia),
alienta a los mediocres o corruptos, que siguen rígidos y simplistas dogmatismos
garantistas o que transan con el poder de turno por conveniencia. Como siempre,
los malos ensucian y desprestigian a los buenos. Muchos de ellos liberan
criminales antes de tiempo de forma indiscriminada e irresponsable, incluso
cuando las penas en la Argentina son llamativamente bajas. No tienen en cuenta
los antecedentes ni el riesgo que ello supone para la ciudadanía.
Ahora lo estamos viendo también con las usurpaciones. Ante
un delito en total y absoluta flagrancia, a la vista de todos, en el cual la
fuerza pública debería actuar de oficio, los jueces se toman su tiempo, patean
las resoluciones o convocan a “mediaciones” ¡entre propietarios y usurpadores!
Así, juegan con los derechos humanos, en este caso el derecho a la propiedad
privada del fruto del esfuerzo personal. Esta dilación del accionar judicial
compromete los derechos de los ciudadanos inocentes y genera daños irreparables,
por los cuales los jueces deberían ser sancionados y destituidos. Pues es su
obligación actuar de inmediato para hacer cesar las violaciones de derechos de
las que toman conocimiento.
Para terminar con la impunidad de los jueces, y garantizar
su idoneidad e independencia, hay que hacer una cosa muy simple. Tan simple es
que sólo la mala voluntad y la adicción egoísta al poder pueden explicar que no
haya sido realizada aún: reformar el Consejo de la Magistratura, el órgano que
designa y remueve a los jueces, de forma tal que tenga una composición
realmente equilibrada, como manda la Constitución. Los tres estamentos
principales deberían tener la misma cantidad de miembros (poder político,
jueces y abogados), con una representación significativa también de la Corte
Suprema y de las universidades.
En
lo inmediato, lo imperioso sería declarar la inconstitucionalidad de la reforma
de 2006, que aleja al Consejo de ese equilibrio. Esta decisión sigue pendiente
de resolución, en manos de la Corte Suprema, y el
lector puede ingresar al siguiente link para exigirle al máximo tribunal que
haga lo que tiene que hacer.
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