Por qué Cuba está detrás de las protestas antidemocráticas
en América Latina
Desde sus
inicios, el régimen totalitario cubano ha buscado expandir su modelo político,
ideológico y económico. Esto se debe a varios factores.
Por un lado,
la ideología que justifica y fundamenta dicho régimen, el marxismo, es
internacionalista. Cree que el comunismo está llamado a expandirse por todo el
Globo y extinguir el capitalismo.
Por otro lado,
la Cuba comunista nació en el contexto de la Guerra Fría, y para sobrevivir
tuvo que estrechar lazos con la URSS. Esto le dio a su dirigencia un gran sentido
de la relevancia de las influencias internacionales, y de la alianza entre
sistemas afines, además de heredar un importante know how ruso de inteligencia
e intervencionismo autoritario.
Finalmente, se
puede agregar el sentido de amenaza que ha incubado la dirigencia de la
dictadura cubana. Se trata de un país muy cercano, prácticamente vecino, de
Estados Unidos, la meca de la democracia liberal capitalista. Asimismo, al ser
una excepción en la región, cada vez más plagada de democracias, se vio obligada
a atacar para poder defender su statu quo totalitario.
A lo largo del
tiempo, el régimen castrista fue perfeccionando y adaptando su estrategia de
“exportación de la revolución”. Ni bien asumió el poder, en 1959, la “primera
ola” de intentos por extender la influencia cubana tuvo lisa y llanamente el
formato de invasión militar. Ese año, Cuba envió pequeños ejércitos de invasión
a Panamá, Nicaragua, República Dominicana y Haití. Pretendían iniciar una
guerra insurreccional abierta que atrajera a ciudadanos locales, alimentando
sus filas. Sin embargo, estas invasiones militares fueron un rotundo fracaso, y
empezó a pensarse en otra estrategia.
La segunda ola
de expansionismo cubano en la región, más allá de la intervención en guerras
africanas, como la del Congo o Argelia, tuvo que ver con el financiamiento,
entrenamiento y apoyo de guerrillas locales a lo largo y ancho del continente.
Ya no se trataba de invadir, sino de infiltrar o formar cautelosamente unidades
guerrilleras en territorio extranjero. Se creó toda una unidad estatal para
ello, el “Departamento América”. Desde la guerrilla colombiana hasta el ERP o
los Montoneros de Argentina, Sudamérica fue sembrada con grupos violentos y
terroristas que se preparaban para tomar el poder a base de sangre y terror
contra la población civil y de un control autoritario y de facto del territorio.
Esta
estrategia empezó a quedar obsoleta cuando las dictaduras militares del
continente fueron cayendo. Era cada vez más difícil justificar la lucha armada
en un contexto formalmente democrático, para instaurar dictaduras de izquierda
que no se habían caracterizado, precisamente, por brindarles mucho bienestar a
las poblaciones que habían sido sometidas a ellas. La falta de apoyo de la URSS
también fue un factor importante.
No está del
todo claro en qué momento Fidel Castro decide dar por muerta la estrategia
guerrillera. No quiere decir esto que dejara de apoyar a las guerrillas que se
mantuvieran activas y que hubieran consolidado su presencia en un territorio
determinado, como las FARC colombianas. Pero, en cierto modo, era obvio que este
tipo de expansionismo había llegado a su límite.
Salvador
Allende fue el primer comunista en ganar una elección. No obtuvo la mayoría,
pero sí la primera minoría, y a través de negociaciones con demócratas ingenuos
e inadvertidos, logró acceder al poder (igual que Hitler). Tenía, desde luego,
una gran afinidad ideológica y política con Cuba, pero no está claro si
Salvador Allende fue una prueba piloto de Castro para usar la democracia a su
favor (y buscar una nueva vía de expansión del totalitarismo de izquierda), o
si el experimento chileno le abrió los ojos acerca de la posibilidad de usar la
democracia para destruirla desde adentro.
La exiliada
cubana, Hilda Molina, le contó a quien escribe que, a principios de los 90,
participando en una reunión secreta con Fidel Castro, le escuchó a éste
sentenciar que la expansión de la revolución no se haría ya “por la boca del
fusil”, sino “a través de la pavada de la democracia”. En ese momento,
la gran apuesta de Castro fue por Chávez. Si lograba colonizar Venezuela, se
haría con importantes recursos petroleros que usaría para potenciar su política
neo-imperialista regional.
Chávez intentó
tomar el poder por la fuerza a través de un golpe militar en 1992, pero
fracasó. Fue apresado y encarcelado, pero tuvo lugar un inmenso lobby para que
fuera indultado, lo que le permitió salir en libertad. Una de las primeras
cosas que hizo al salir fue, casualmente, viajar a Cuba, más precisamente a La
Habana. Fue recibido con honores, cual si se tratara de un Jefe de Estado. Y
pronunció un discurso muy celebrado por la extrema izquierda, en el que daba a
entender que volvería en calidad de presidente de su país. Y así fue. Ganó las
elecciones de 1999, convocó a una asamblea constituyente que se auto atribuyó
un poder originario y absoluto (lo que constituyó sencillamente un golpe de
Estado), instauró mecanismos de censura, persecución y represión de la
disidencia, habilitó la reelección indefinida, hizo inexplicables e
irrazonables donaciones de petróleo a Cuba, e instauró, poco a poco, un
totalitarismo con cierto ropaje de apariencia democrática. El disfraz
democrático se hacía cada vez más débil a medida que pasaba el tiempo, y terminaría
por desaparecer por completo durante el gobierno de su sucesor y heredero,
Nicolás Maduro.
Néstor
Kirchner en Argentina, Daniel Ortega en Nicaragua, Evo Morales en Bolivia,
Rafael Correa en Ecuador, etc., fueron ganando países para la extrema izquierda
castro-céntrica, beneficiados por la crisis del llamado “Consenso de Washington”
y por los petrodólares venezolanos. De 1999 a aproximadamente 2007, puede
decirse, tuvo lugar la “tercera ola” del expansionismo cubano, caracterizada
por la cooptación de estructuras partidarias locales, su financiamiento con
petrodólares venezolanos y dinero del narcotráfico, así como el acceso al gobierno
por la vía pacífica o electoral, con el objetivo de instaurar de manera
progresiva una dictadura desde el poder.
Sin embargo,
toda ola tiene su contra-ola o efecto rebote. Los gobiernos populistas de
izquierda, alineados con el castrismo, empezaron a demostrar sus fuertes
falencias, autoritarismo y corrupción. Salvo en el caso de Venezuela, que
agarró a la población más desprevenida y pudo consolidar un Estado totalitario,
los presidentes filo-cubanos fueron cayendo, perdiendo elecciones y sufriendo
las consecuencias judiciales de sus abusos. Un aluvión de gobiernos de derecha
avanzó por la región, aislando internacionalmente y colocando a la defensiva a
Venezuela, cuyo régimen empezó a tambalear con el fuerte reconocimiento
internacional que logró Juan Guaidó como presidente interino.
La extrema
izquierda parecía haber perdido la base electoral que antaño la había llevado
al poder. Estaba obligada a aliarse con otros espacios para mantenerse
competitiva, cediendo buena parte de su programa revolucionario y perdiendo
margen de maniobra para mantenerse leal y obediente hacia Cuba. La experiencia
de Lula en Brasil fue, en cierto modo, un anticipo de esta tendencia. Fue
entonces que se empezó a pergeñar un nuevo plan, una cuarta ola de
expansionismo cubano. Ya no se podía aspirar a ganar elecciones, pero tampoco
la lucha armada era vendible a los pueblos latinoamericanos. Por ende, se
optaría por un punto intermedio: el insurreccionismo urbano.
Aparentemente,
una de las vías (muy cínica, por cierto) usadas para orquestar esta nueva
modalidad, fue aprovechar el gigantesco éxodo de venezolanos hacia toda la
región con motivo de la destrucción total y de la crisis humanitaria provocada
por la dictadura de extrema izquierda. Entre los más de 4 millones que recibieron
refugio en países de la región, se habrían infiltrado numerosos operadores
políticos bolivarianos.
En esta cuarta
ola no se apuntaba a ganar elecciones, sino a voltear a los gobiernos de
derecha. No a imponer una agenda revolucionaria, sino a condicionar e influir
la agenda pública. No se trataba ya de construir, sino de destruir, de crear
caos, pánico y alarma social. Se debilitaría a los gobiernos democráticos,
buscando deslegitimar socialmente el sistema mismo, esperando que se crearan
condiciones objetivas más favorables a una nueva toma del poder, de alguna
manera, en algún momento. No se quería, por ahora, adquirir todo el poder, sino
mantener cierta capacidad de movilización, de negociación y de daño.
Uno tras otro,
los gobiernos de derecha de Latinoamérica empezaron a sufrir inexplicables y
desproporcionadas manifestaciones callejeras, extremadamente violentas y
organizadas. Se desataban por motivos relativamente menores, que nadie esperaba
que pudieran causar tremendo estallido, como la suba del precio del combustible
en Ecuador o la suba del boleto del subte en Chile. Llamativamente, se pedía la
salida del poder de gobiernos perfectamente legítimos y constitucionales. Se
usaban reclamos y movilizaciones reales y espontáneos, para inflamarlos y desatar
violencia estratégica y sistemática. Una dinámica similar empezó a darse en
Bolivia luego de que Evo Morales se viera obligado a renunciar tras un intento
fallido de fraude electoral alevoso, que ocasionó movilizaciones masivas de la
sociedad civil.
La eficiencia,
planificación y estrategia con que se ejerció la violencia dejó en claro que
había una organización muy sofisticada detrás. En Chile, por ejemplo, se
prendieron fuego edificios o puntos estratégicos en forma simultánea y muy
distantes entre sí, creando una sensación de caos y provocando el virtual
colapso de las fuerzas de seguridad. Estructuras muy difíciles de prender
fuego, como las estaciones de subte o un rascacielos completo, fueron
incendiadas con una facilidad que demostraba una auténtica preparación para
ello, con procedimientos altamente profesionales y materiales especiales. En
muchas manifestaciones las personas se colocaban de manera sistemática a
aproximadamente uno o dos metros de distancia entre sí, con una sincronización
llamativa, ocupando todo el espacio público visible y generando un efecto
visual de “totalidad” y “masividad” ante las cámaras.
En Ecuador,
detuvieron a cientos de extranjeros por hechos de violencia durante las
manifestaciones contra Lenín Moreno, entre ellos (por lo menos) 41 venezolanos.
Algunos de ellos -informó el gobierno-, tenían información sensible sobre los
movimientos del presidente y del vicepresidente. Otros, reconocieron haber
recibido entre 40 y 50 dólares por manifestarse. También se denunció presencia
de guerrilleros de las FARC y el ELN colombianos, organizaciones afines a Cuba
y Venezuela. La Secretaría General de la Organización de Estados Americanos (OEA)
emitió con un comunicado, afirmando que “la crisis en Ecuador es una expresión
de las distorsiones que las dictaduras venezolana y cubana han instalado en los
sistemas políticos del continente”.
Poco tiempo
después, algo muy similar ocurrió en Bolivia. Detuvieron a 9 venezolanos
intentando abandonar el país con armas de fuego ilegales, además de decenas de
cubanos. Fueron acusados de sedición y de ser responsables de asesinatos de
manifestantes anti-Evo. Entre las pertenencias de los detenidos se encontró una
insignia de la Policía Nacional Bolivariana y un carné del Partido Socialista
de Venezuela. El nuevo gobierno no tardó en romper relaciones con Venezuela,
expulsando a los miembros de su embajada por inmiscuirse en sus asuntos
internos. Asimismo, en una de las protestas fue herido de bala el argentino Facundo
Morales Schoenfeld, integrante de las FARC y especialista en adoctrinamiento,
infiltración y manejo de masas.
Esta cuarta
ola de expansionismo cubano muestra la importancia del avance democrático en la
región. Cuba recurre nuevamente a la violencia porque se ve contra las cuerdas,
aunque se trata de una violencia camuflada y disimulada, que se la hace pasar
por “hechos aislados” en el marco de amplias manifestaciones ciudadanas. Es una
violencia que puede hacer mucho daño a las democracias del continente, que puede
provocar muchas víctimas inocentes y que le permite a Cuba mantenerse activa en
la región, con capacidad de negociación, de daño y de reclutamiento. Se trata,
en rigor de verdad, no tanto de una estrategia de expansión, sino de
supervivencia.
Queda claro,
pues, que no se puede subestimar la habilidad y la trayectoria de la dictadura
cubana a la hora de intervenir en la política de la región, para expandir su
modo totalitario de pensar y de hacer política. Además de colaborar entre sí y de
acordar pautas comunes para protegerse contra las agresiones de Cuba, las
democracias liberales del continente deben desarrollar una política común de
aislamiento y promoción de la democracia en dicho país, tal como se ha estado
realizando en Venezuela.
Mientras la
madre de todas las dictaduras del continente no se extinga, y el pueblo cubano
no pueda respirar en libertad, la democracia va a seguir topándose con serios
obstáculos y desafíos en nuestro hemisferio. Si con la globalización el mundo
es una “aldea”, cada región pasa a ser un “vecindario”. Tener la dictadura
cubana en Latinoamérica es equivalente a tener a un capo mafia narcotraficante
en el vecindario: carece de códigos de convivencia, amedrenta e intimida con
violencia a sus vecinos, trabaja en contra de la libertad y obstruye la
tranquilidad, el desarrollo y la prosperidad.
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