¿Será necesario el uso de la fuerza contra Maduro en
Venezuela?
Manifestantes venezolanos resistiendo la violencia estatal. Fuente: BBC / EPA/MIGUEL GUTIERREZ. |
Recientemente,
todos vimos la ignominiosa violación de derechos humanos en Venezuela cuando,
al intentar acercar a su país ayuda humanitaria para socorrer a los hambrientos
y enfermos, los voluntarios recibieron represión policial y tiros de milicias
ilegales asesinas que responden al régimen. Los pocos camiones cargados de
ayuda humanitaria que lograron cruzar la frontera fueron prendidos fuegos,
destruyéndose la mercadería que contenían, vital para muchos venezolanos.
La población
venezolana es, seguramente, una de las más pacíficas del mundo. Hace 20 años
que sufre un proceso totalitario de concentración de poder y riqueza en los
gobernantes que los asfixia económica y socialmente. Y todavía tienen que
soportar, en paralelo, que se burlen de ellos, los humillen, los maltraten y
los maten por pensar distinto o por querer intentar aspirar a una vida mejor
para ellos y para sus familiares y seres queridos.
La maldad del
enfermo de poder no tiene límites. La perversidad del totalitarismo es
proporcional a su impunidad. Y eso es buena parte del problema en Venezuela.
Nicolás Maduro y sus secuaces se sienten (con fundamento, porque hasta ahora lo
han sido) total y absolutamente impunes. Son dueños y señores de todo el
aparato estatal. No hay ningún órgano que pueda limitarlos ni controlarlos. Han
recibido de parte de Cuba (que a su vez lo recibió de la ex URSS) un know how totalitario muy refinado, que
les permite saber qué hacer en cada ocasión para lograr hacer avanzar el
sistema de opresión, persecución y muerte que los mantiene en el poder. Manejan
ilegalmente infinitos recursos tanto del petróleo de los venezolanos (que es
cada vez menos por la desidia y la corrupción del propio régimen) como también
del narcotráfico y el crimen organizado que azotan a Latinoamérica.
La oposición
política venezolana ha actuado con una templanza y una racionalidad sin
parangón. Los líderes de la oposición se han enfrentado a una dictadura brutal,
han sido golpeados por milicias chavistas incluso dentro del edificio de la
Asamblea Nacional, han desafiado al régimen bajo el costo de terminar presos,
hacinados y torturados, han tenido que competir en elecciones tramposas sin
acceso a los medios y contra una inmensa maquinaria propagandística,
fraudulenta y clientelar pero, así y todo, nunca abandonaron el discurso
apaciguador y pacifista.
En 2012, todavía
con Chávez en el poder, la sociedad civil, los líderes estudiantiles y los
principales partidos de oposición hicieron un esfuerzo sobrehumano, arriesgando
la vida, haciendo campaña bajo la amenaza y la agresión constante de las
milicias. Lograron movilizar a un caudal de ciudadanos tan grande, para votar
en contra del chavismo, que no hubo maquinaria política que pudiera detenerlo.
Pero el régimen recurrió al fraude electoral. La Comunidad de las Democracias,
una organización internacional de más de 130 Estados, decidió en ese entonces
expulsar a Venezuela de su seno por no contar con la condición mínima necesaria
para siquiera comenzar a discutir si se trataba de una democracia: elecciones
no fraudulentas.
En 2013 Chávez
fallece y deja a su vice, Maduro, como su sucesor. El vertiginoso deterioro
económico y social se profundiza y, en 2015, contra viento y marea, sorteando
todo tipo de amenazas y obstáculos, con un Nicolás Maduro que tenía ya un 80%
de repudio social, la oposición triunfa en las elecciones legislativas
obteniendo 2/3 de la Asamblea, lo que le daba, teóricamente, un poder inmenso.
Podía desde reformar la Constitución hasta iniciar un proceso para la destitución
del presidente.
En ese
momento, Maduro evalúa que un nuevo fraude evidente, como el de 2012, era un
costo demasiado grande e innecesario para la imagen externa de un régimen que
se tambaleaba luego de la muerte de su líder fundador. Por eso, decide
reconocer el triunfo legislativo de la oposición (después de todo, él seguiría
siendo el presidente), pero sin permitirle acceder a los 2/3 de los escaños. Impide
que varios de los diputados opositores asuman el cargo para el cual habían sido
elegidos por el pueblo y, adicionalmente, por si acaso, termina declarando en
desacato a la Asamblea Nacional, creando un Poder Legislativo paralelo dominado
por el chavismo, surgido de elecciones ilegales sin participación de la
oposición. Ese órgano legislativo ilegal y fraudulento es el que organiza unas
supuestas elecciones para reelegir a Maduro, las cuales son desconocidas por la
oposición y por la Comunidad Internacional (incluyendo a la OEA).
Vencido el
mandato original de Maduro (que también era transitivamente fraudulento, por
herencia de Chávez) la oposición consigue el apoyo internacional para que la
Asamblea Nacional sea reconocida como el legítimo órgano de gobierno de
Venezuela, elegido por el pueblo. Es por eso que Guaidó asume como “presidente
encargado”, a pesar de que el manejo del aparato estatal y de la fuerza pública
sigue en manos de Nicolás Maduro. Se trata (por lo menos parcialmente) de una
especie de gobierno en el exilio, del estilo de los que ocurrieron durante la
Segunda Guerra Mundial en Europa cuando las democracias enfrentaron a Hitler.
La gran
pregunta es si la estrategia pacifista va a dar resultado o si tiene un techo,
un límite a partir del cual el uso de la fuerza resulta indispensable. Mahatma
Gandhi nunca habló de “pacifismo”, sino de “no violencia”, aclarando que esta
última no implicaba una resignación pasiva ni un rechazo dogmático contra todo
uso de la fuerza, sino la firme creencia de que una lucha no violenta era la
manera más eficiente y constructiva de luchar contra los sistemas autoritarios.
Gandhi se definía como un “idealista práctico” y decía estar dispuesto a
levantar en armas a la India si de verdad creyera que eso podía generar un
mejor resultado. Mandela también recurrió a la violencia cuando lo estimó
indispensable, pero no la dirigió contra personas, sino exclusivamente contra
infraestructura material, en la forma de una guerra de sabotaje.
El sistema
contra el que luchó Gandhi (el colonialismo inglés) era autoritario (en algunos
aspectos incluso semi-autoritario, con elementos democráticos), mas no se
trataba de un sistema totalitario. Lo mismo puede decirse del caso de Mandela,
a quien, en medio del oprobioso apartheid, jamás le negaron el debido proceso
ni la libertad de expresión. Y esa es la gran cuestión. No hay que preguntarse
si la no violencia puede funcionar contra un totalitarismo, sino cuál sería la
modalidad en que debería aplicarse para que funcione. La no violencia no es el
rechazo dogmático de todo acto de fuerza, sino el agotar por todos los medios
posibles los métodos no violentos, minimizando la necesidad del uso de la
fuerza y apostando a que el Estado autoritario caiga por su propio peso,
forzándolo a cometer injusticias crecientes y visibles que destruyan la cadena
de mando por la indignación moral y la rebelión interna de los propios
operadores del sistema.
De ningún modo
la no violencia es incompatible con el uso de la fuerza en forma excepcional y
en legítima defensa. Y todo parece indicar que el pacifismo extremo de la
oposición le está haciendo demasiado fácil al régimen chavista la tarea de
represión. Ante una marea humana, Maduro envía unas pocas milicias que disparan
unos cuantos tiros, matando a algún que otro opositor, y todo solucionado.
Literalmente, se les ríen en la cara. Esto demuestra las limitaciones del
pacifismo absoluto, que debe ser reemplazado por una no violencia práctica que
contemple el recurso excepcional de la fuerza como legítima defensa (no como
medio de agresión) que haga más difícil la tarea de represión. Si hasta ahora
han sido relativamente pocos los policías y los militares que han reconocido a
Guaidó como presidente legítimo es, en parte, además del adoctrinamiento oficialista,
las prebendas y la amenaza de represalia contra “traidores”, debido a que la
tarea de reprimir a la oposición es demasiado sencilla y no tiene costo alguno.
Los costos y riesgos están todos en un solo lado de la balanza.
La manera de
implementar esto sería todo un tema, y es cierto que en los últimos meses hubo
grandes avances, por lo que todavía hay que darle una oportunidad a la
estrategia actual. Siempre que se involucra la fuerza (que en realidad ya está
involucrada por elección del régimen) existen riesgos que no se pueden tomar a
la ligera. Pero lo positivo de la situación actual es que la oposición está
unida detrás de un liderazgo claro, reconocido internacionalmente y que cuenta
con legitimidad democrática y con una estructura de partidos y una germinal
estructura de mando estatal, todo lo cual permitiría el uso de la fuerza en
forma organizada y controlada, solamente en legítima defensa, evitando
cualquier tipo de práctica que pueda atentar contra civiles inocentes (como lo
hace el chavismo, que está lleno de milicias desbocadas).
Una opción
podría ser crear una especie de fuerza pública paralela a la de Maduro, que al
principio funcione en el exilio (por lo menos parcialmente) y que, poco a poco,
intente ir tomando posesión de algunos territorios, adoptando una actitud
defensiva, solicitando libre y soberanamente el apoyo de fuerzas externas cuando
sea necesario (como las de Colombia, Brasil o Estados Unidos). Algunas
comunidades indígenas, que gozan de autonomía y fuerzas de seguridad propias,
han empezado por su cuenta a detener a funcionarios cuando son víctimas de
agresiones ilegítimas y arbitrarias por parte del Estado.
Si esto se
lograra, la circulación por el territorio venezolano de recursos humanos y
materiales, manejados por el gobierno legítimo, sería mucho más sencilla y
plausible. Reconocer a Guaidó no implicaría tanto riesgo ni la necesidad de escaparse
del país para los policías y militares que así lo decidan. Y reprimir o
asesinar livianamente al pueblo, como lo viene haciendo el chavismo, empezaría
a tener algún costo. Así, sería más probable que una mayor cantidad de policías
y militares se pasen de bando, reconociendo al presidente legítimo de Venezuela
y abriendo un camino de libertad y democracia para ese país.
El derecho a
la resistencia contra la opresión existe y se encuentra reconocido desde hace
siglos. El uso de la fuerza contra personal combatiente de una dictadura (no
contra civiles inocentes), en el marco de una estructura política propia democrática,
es legítimo. Pero es cierto que la violencia tiene sus riesgos y no se debe
recurrir a ella a la ligera ni en forma apresurada. La cuestión es que, desde
hace 20 años, cada vez en forma más sistemática e intensiva, la violencia es
ejercida día a día contra los venezolanos, causando mucho sufrimiento e
innumerables muertes.
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