La superficial justificación de la violencia en nombre de
los derechos de la mujer
Una de las agresiones del feminismo violento. |
Año tras
año, el Encuentro Nacional de Mujeres de Argentina se ve manchado por violencia
inentendible de grupos feministas extremos. Y esa violencia va en aumento,
habiéndose registrado en el último encuentro, en Rosario, diez policías heridos
(entre ellos una mujer con la cara cortada, un hombre con su ropa prendida
fuego por una bomba molotov y otro con un impacto de bala en su chaleco protector).
El plan era incendiar la catedral, objetivo que fue frustrado por las fuerzas
de seguridad. También hubo propiedad pública y privada dañada por toda la
ciudad y fieles católicos, algunos niños, agredidos mientras salían de las
iglesias durante el transcurso de la marcha de cierre.
Lo peor de
todo es que esta violencia creciente sucede con la total complicidad y
aceptación tácita de la comisión organizadora del encuentro, que se niega
sistemáticamente a condenar y excluir a los grupos violentos. Esto nos muestra
el nivel de influencia que está teniendo el extremismo en el feminismo actual.
Pero, ¿por qué tanto odio contra los fieles católicos, contra los hombres,
contra las mujeres que se aceptan como tales; en fin, contra todo ser que no
adhiera incondicional y ciegamente a la ideología del feminismo violento? ¿Cuál
será el límite de esta violencia inútil?
Lo primero
que tenemos que considerar para entender y combatir esta nueva forma de
pensamiento totalitario es que el feminismo extremo está fuertemente
emparentado con el marxismo y, en particular, con el neomarxismo cultural. Pues
lo que determina la identidad del sujeto no es ya su pertenencia a una clase
social, sino un conjunto de instituciones que originan una “hegemonía”. Se desconoce
la identidad interior del ser humano, dada por el espíritu consciente, y se
atribuye todo su pensamiento y comportamiento a factores externos y
superficiales. Por eso la identidad misma es vista como sinónimo de opresión,
por lo cual debe ser “de-construida”, al tiempo que se defiende una concepción
vacía del ser humano donde la moral no tiene cabida alguna.
Todo sujeto
es una construcción arbitraria de instituciones dominantes y, por ende, ningún
sujeto es realmente libre (aquí la conexión con Foucault es total). Lo que hay
que hacer, en todo caso, es demoler o destruir las instituciones vigentes y
todo atisbo de institucionalidad. Sólo así habrá libertad, o por lo menos algo
que se le parezca.
La anterior
es una forma indirecta de oponerse a la democracia. Pues la democracia exige
instituciones fuertes, que aseguren el Estado de Derecho, la libertad de los
ciudadanos y la rendición de cuentas de los gobernantes. En una sociedad
des-institucionalizada, lo que tendríamos sería alguna forma de autoritarismo
inorgánico. Ante la ausencia de límites y controles, el poder tendería a
concentrarse plenamente en la persona o grupo que ocupara una posición
circunstancialmente privilegiada por acceso a la información, influencia
cultural, capacidad de movilización, recursos, etc.
De hecho,
esta derivación autoritaria de la des-institucionalización puede observarse ya
en el propio movimiento feminista argentino. Se presenta como puramente
horizontal, pero la ausencia total de reglas hace que una minoría violenta se
apodere de él por medio del monopolio de la información y de la iniciativa, así
como también agrediendo y ahuyentando a los “díscolos”. Sobran testimonios en
este sentido. Convocatorias y reuniones supuestamente “espontáneas” que tras
bastidores adoptan las grandes decisiones, decisiones dudosas “por aclamación”,
así como intolerancia y agresión en reuniones o talleres, son condimentos que
se repiten cada año. Claramente, una cosa es lo horizontal (distribución del
poder) y otra lo inorgánico o des-institucionalizado (ausencia de reglas).
Llama la
atención, por ejemplo, el extremismo ínsito en el documento supuestamente “de
consenso” leído al inicio del último Encuentro Nacional de Mujeres de Rosario,
cuando los consensos reales suelen llevar a la moderación. En él se llama, no a
luchar contra las injusticias, sino a “enfrentar (…) esta sociedad injusta, que
agrava día a día nuestras condiciones de vida por el solo hecho de ser mujeres”.
Y sigue: “La Argentina sangra por las barrancas del Paraná. Por
estos puertos de Rosario y su cordón, hoy en manos extranjeras, se llevan el
75% de la producción nacional (…) para beneficiar a los ganadores de siempre:
los grandes monopolios imperialistas, las patronales y los terratenientes”.
Luego se denuncia el flagelo del narcotráfico y el crimen organizado, sin mencionar
que afecta a hombres y mujeres por igual, para luego, contradictoriamente,
repudiar “la militarización de Rosario en manos del Gobierno nacional y de
Santa Fe con Gendarmería Nacional”. Se concluye que “durante 3 días la ciudad
nos pertenece a las mujeres” y que “sabemos que el Encuentro molesta y que es
posible que intenten provocarnos para perjudicarlo, difamarlo y
quebrarlo”, adelantándose a sus desmanes.
Pero el
feminismo extremo no se limita a agredir las instituciones de la democracia
capitalista moderna. También busca deslegitimar la cultura que le es
concomitante o que, por lo menos en la actualidad, convive con ese sistema. Toda
diferenciación entre sexos o géneros se asume como arbitraria e ilegítima. El
género e incluso el sexo serían una construcción puramente cultural y artificial.
Las feministas extremas hablan de “heterocapitalismo”, aludiendo a la supuesta
conexión entre una cultura heterosexual y patriarcal que, de alguna forma,
amalgamaría y sostendría al sistema.
Esta
concepción puramente cultural del género y del sexo (como si no hubiera
diferencias biológicas objetivas entre el hombre y la mujer) sirve para
deslegitimar el orden democrático. Pues si toda diferenciación es ilegítima, y
nuestra cultura tiende natural y espontáneamente a hacer ciertas distinciones
entre los sexos (no necesariamente discriminatorias, como separar los baños
para hombres y mujeres), de ello se deduce que la cultura que emane de una
sociedad libre siempre será ilegítima y arbitraria. Cualquier inconveniente o
hecho trágico que afecte a una mujer será automáticamente atribuido a supuestas
fuerzas ocultas del sistema.
El
feminismo extremo no se limita, como las corrientes feministas democráticas, a
luchar contra la discriminación y a defender los derechos de la mujer. Le niega
legitimidad a la cultura y a las instituciones de una sociedad libre. En el
fondo, es sumamente superficial. Pues niega un interior espiritual y un
conocimiento moral básico de acceso universal, que son el fundamento de la
dignidad humana. Ve al ser humano (y por ende a la mujer), como una mera
construcción externa. Son sus cualidades o atributos externos los que definen a
un sujeto. Por ende, la igualdad que busca es también superficial. No persigue
una igualdad de derechos, obligaciones y oportunidades. Quiere una igualdad absoluta
de apariencia o distinción. Por eso las mujeres del feminismo extremo marchan
con el torso desnudo.
El
feminismo violento toma los derechos de la mujer como mera excusa al servicio
de un odio irracional. No cree verdaderamente en los derechos porque no estima
realmente la dignidad intrínseca de todo ser humano. Así, mientras las
feministas de verdad se sacrifican y se parten la cabeza buscando soluciones,
consensos e ideas para mejorar la condición de la mujer y las instituciones
encargadas de protegerla, las feministas extremas pierden el tiempo agrediendo
a inocentes, instigando a la violencia y desprestigiando el movimiento. Antes
de hacer el sacrificio de adoptar una posición constructiva y racional,
prefieren la complacencia egoísta de hacer el divertido rol de
“revolucionarias”.
No tiene
ningún sentido hacer una infantil e insensible competencia entre hombres y
mujeres mientras hay seres humanos de carne y hueso muriendo y sufriendo. Las
mujeres suelen estar más expuestas que el hombre a la violencia doméstica, pero
también hay hombres que todos los años mueren por esa causa. En 2015 los
femicidios fueron, tristemente (según La Casa del Encuentro), unos 286, pero
también 43 hombres y niños fallecieron por efectos colaterales de esos hechos.
Según la Oficina de Violencia Doméstica de la Corte Suprema, en 2015 un 21% de
las víctimas atendidas fueron hombres. Asimismo, en otro tipo de violencia los
hombres resultan más perjudicados que las mujeres. En 2014 hubo 3.269 persona asesinadas
en Argentina, de las cuales alrededor del 80% fueron hombres (datosmacro.com).
Es decir, todos estamos en el mismo barco.
Los datos
anteriores coinciden con un informe de la ONU de 2014, que indica que a nivel
mundial, si bien la mayor cantidad de víctimas de homicidio son hombres, en
contextos familiares la mayoría de las víctimas son mujeres. Esto parece en
cierto modo lógico, pues el hombre, por su relativamente mayor fortaleza física
que la mujer (distinción biológica objetiva), tiene un rol socialmente asignado
en relación con la defensa física de su pareja y de su familia, lo que suele
colocarlo en situaciones de riesgo. Empero, en la violencia doméstica, donde
por lo general chocan un hombre y una mujer y no hay nadie para proteger a la
víctima, la mujer se lleva la peor parte.
No es para
nada cierto que el sistema democrático capitalista esté diseñado o programado
para asesinar mujeres. Los asesinatos de mujeres y de hombres se producen por
decisiones individuales de personas puntuales, no por dictados del sistema. A
lo sumo, el sistema puede fallar en prevenir o castigar esas muertes. Desde
luego, eso se mejora perfeccionando las instituciones, no destruyéndolas.
La
democracia no es perfecta, pero es lejos el sistema más perfecto de todos por
el simple hecho de ser perfectible. Mientras el autoritarismo,
institucionalizado o no, lleva indefectiblemente a la violencia y al
estancamiento, la democracia permite ir ampliando de a poco la esfera de
libertad y la capacidad de desarrollo de las personas.
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