El
común error al juzgar al populismo
FUENTE: Tribuna de Periodistas.
Replicado en: Soberanía (Venezuela), Entérate Caracas (Venezuela), Río Negro, SEPRIN, Mendoza Transparente, La Sexta Sección y El Diario Exterior (España).
Una triste postal ha recorrido últimamente
el mundo bajo el rótulo de “una Venezuela dividida”. La imagen habla por sí
sola. De un lado, manifestantes opositores encerrados en un cordón de policías,
borroneados por las restricciones tecnológicas y visibles sólo a través de
Internet. Del otro, una algarabía desconcertante de vivos colores transmitidos
por cadena nacional en alta definición, con el presidente Nicolás Maduro a la
cabeza anunciando la detención de un líder opositor tras imputarle las muertes
ocurridas durante una marcha opositora que chocó con la represión tercerizada
de las impunes bandas chavistas.
El populismo ha pasado de mera
patología a ideología, y de esa forma se ha vuelto más obcecado y fanático que
de costumbre. Parte de esa ideología es la noción amigo/enemigo (tomada del
jurista nazi Karl Schmitt), que le sirve para justificar la apropiación del
Estado (Laclau) y para instalar una dicotomía irreconciliable (Mouffe). Estos
dos últimos objetivos le permiten al gobernante populista mantener un simulacro
de puja simétrica en forma relativamente controlada.
Se trata en realidad de un sistema de
vocación dictatorial (busca la suma del poder público) pero sustentado en una
base oligárquica-clientelar (entramado social con pandillas, organizaciones
sociales y caudillos financiados por el Estado que se adueñan de los territorios
a través de la distribución de prebendas).
El populismo se consolida, por lo
general, en sociedades clientelares. Esto último se dio tradicionalmente en
Latinoamérica. De ahí la predilección del sistema por nuestro continente. Pero dicho
modelo político implica también una acentuación del poder central, en desmedro
de la oligarquía feudal, que pierde poder político autónomo para convertirse en
una especie de nobleza. Sigue siendo oligarquía en el sentido de ser
beneficiaria de privilegios económicos y cargos públicos, pero como la idea de
oligarquía es una categoría política, en verdad se trata más bien de una
especie de corte del rey, al viejo estilo del absolutismo monárquico. Esa corte populista está conformada por
fanáticos adoctrinados en el culto al líder y la demonización y el odio ejercidos
contra quien piensa distinto.
Se puede hablar de populismo
oligárquico o dictadura populista, según el foco se ponga en el entramado
clientelar o en el ejercicio despótico del poder político central.
A simple vista, Venezuela está
dividida en partes iguales, pero hay que tener en cuenta el enorme costo que
tiene para un opositor manifestarse, arriesgándose a la represión policial o a
una artera bala de algún delincuente cooptado por el gobierno. Por el
contrario, el adherente al oficialismo cuenta con todas las facilidades de los
recursos y las instituciones públicas funcionando a su favor.
A simple vista, los gobiernos de Chávez
y Maduro han sido elegidos democráticamente, aunque en el último caso el margen
de fraude directo parece haber sobrepasado los límites impuestos por los observadores
internacionales más condescendientes. De cualquier forma, las condiciones para
competir por la presidencia son absolutamente desiguales; salvo circunstancias
excepcionales, quien maneja el Estado gana las elecciones ya que no hay Estado
de Derecho que limite su uso discrecional.
A simple vista, opositores y
oficialistas pueden expresarse, pero los primeros lo hacen a través de medios
cada vez más debilitados y escasos, fuertemente perseguidos y arbitrariamente
multados por el gobierno (hasta el punto de que hoy les queda casi solamente
Internet). En las antípodas, el chavismo tiene un gigantesco emporio mediático privado-estatal
monopólico a su disposición.
Los populismos oligárquicos, que con el tiempo devienen en verdaderas dictaduras populistas, son una real
amenaza a la democracia en Latinoamérica y en el mundo. Claro que, para
vislumbrar esta realidad, es preciso analizar el sistema democrático en forma
sustancial, atendiendo a la real distribución del poder político en el pueblo
en su conjunto. Ese sea quizás el desafío actual de la incipiente cultura
política democrática latinoamericana.
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