Replicado en: Mendoza Transparente y La Prensa Popular.
En lo que va del siglo XXI, América Latina evidenció una
fuerte expansión del populismo, no ya como cualidad del gobernante sino como
sistema político. Lo que antes era visto como una deformación de la democracia,
esta vez adquirió un cierto aire de sofisticación al amparo del trabajo de
intelectuales que se esforzaron por explorar nuevos cauces a través de los
cuales justificar el autoritarismo.
Como suele ocurrir en lo que a política se refiere,
quizás porque en pequeño los fenómenos pueden observarse con mayor claridad,
los griegos se anticiparon a milenios de historia en este aspecto. Aristóteles
concibió dos sistemas “de mayoría”, uno puro (democracia o “república”, aunque
los nombres varían según las traducciones) y otro impuro (“demagogia”). En el
último caso, no hablaba de una mera actitud del dirigente de turno, sino de una
forma política distinta y separada de la forma pura.
En 1999, con la llegada de Hugo Chávez al poder en
Venezuela, se abrió una nueva puerta ideológica para el autoritarismo, algo que
desde la caída del Muro de Berlín en 1989 muchos creyeron imposible. El líder
populista venezolano le habló al mundo del “Socialismo del siglo XXI”,
masificando la idea del “posmarxismo”, una corriente inspirada en Gramsci que
postula una utilización de las instituciones democráticas para la construcción
del paraíso comunista. El totalitarismo puro estaba muy desacreditado y se
volvía cada vez más difícil de implantar en el marco del desarrollo de Internet
y las redes sociales, con lo cual se habló de un “Estado de transición” entre
la democracia liberal y el comunismo. Manteniéndose las formas democráticas y
republicanas básicas, se pretendió consolidar liderazgos mesiánicos,
autoritarios y personalistas que decían necesitar un poder absoluto y discrecional
para luchar contra la desigualdad y el imperialismo en nombre del pueblo.
En 2013, tras catorce años de gobierno de Hugo Chávez y
aproximadamente uno de Nicolás Maduro, su sucesor elegido a dedo, Venezuela se
encuentra atravesando una crisis económica, social y política de enormes
magnitudes. En este marco, las escasas y superficiales formas democráticas y
republicanas se están abandonando una a una, en un temerario y sangriento
acercamiento al totalitarismo.
En la última elección presidencial las denuncias de
fraude electoral fueron masivas y contundentes. Y no fueron realizadas sólo por
la oposición, sino también por los mismos observadores internacionales que
anteriormente habían validado la legitimidad democrática del chavismo. En este
contexto, a Venezuela se le retiró la invitación para la Cumbre de la Comunidad
de las Democracias, una organización de aproximadamente 130 países, entre otras
razones por el “carácter no democrático de su gobierno”. En medio de crecientes
denuncias de violaciones de derechos humanos y de persecución judicial y
mediática contra opositores, Maduro decidió desvincularse del Sistema
Interamericano de Derechos Humanos, un mecanismo institucional supranacional
sumamente prestigioso que en su momento sirvió para propinarle presión
internacional a las dictaduras militares latinoamericanas. Ahora, para despejar
toda duda acerca del carácter autoritario del modelo populista, Maduro le hizo
aprobar a su sumisa asamblea legislativa una ley que lo habilita a gobernar por
decreto durante 12 meses, sin ninguno de los escasos límites institucionales
más bien formales que hasta ahora venía teniendo.
Dicho lo anterior, cabe plantearse, ¿es en verdad el
populismo una variante de la democracia o se trata de un sistema no democrático,
que adopta solamente alguna que otra fachada democrática como parte de su tan
añorada y costosa propaganda? ¿Estamos presenciando un giro antidemocrático
inexplicable de parte del chavismo luego de la muerte de su líder máximo, o se
trata del final de un proceso de concentración creciente del poder a través de
la manipulación calculada y deliberada de las instituciones públicas y de la
población? ¿Cuál será ahora la autoridad política e ideológica a citar por los
sectores populistas teniendo en cuenta que el “paraíso” venezolano se parece
demasiado al totalitarismo cubano? ¿Será el populismo posmarxista el último
resabio del autoritarismo en Latinoamérica, dando paso a un despertar
democrático signado por la participación ciudadana, la descentralización, la
transparencia y el republicanismo? ¿O acaso el caudillismo feudal que castigó
en el último siglo a nuestro continente y que sirvió de base de sustentación
para el experimento populista sobrevivirá y le dará vida a nuevas expresiones
autoritarias? ¿Viviremos una democratización de las estructuras partidarias de
la mano de un fortalecimiento de la sociedad civil, o padeceremos un nuevo auge
de los personalismos autoritarios?
Las preguntas son muchas, y como en toda cuestión social
no hay respuestas únicas ni del todo claras. Lo que sí parece ser claro es que
la enfermedad del poder no tiene límites, que todo autoritarismo está destinado
al fracaso, que la ilusión populista parece estar evaporándose frente a la
opinión pública latinoamericana y mundial y que lo que hagamos como simples
ciudadanos de aquí en más determinará si nuestra región persistirá en un
populismo cada vez más totalitario o si se volcará definitivamente a favor de
la democracia.
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