FUENTE: Infobae.
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Como toda utopía irrealizable, este modelo se impuso por métodos autoritarios. Se intervino en el aula y en los exámenes de manera centralista, se quebró la seguridad jurídica y se afectaron gravemente la sana exigencia, la autonomía escolar, la autoridad del docente y el clima áulico.
Según un sondeo a maestros de 2022, realizado por Docentes por la Educación, un 82,3% afirmó que ocurre de forma habitual que los alumnos promuevan de año sin haber aprendido. El facilismo no solo disminuyó fuertemente el desarrollo cognitivo general de la población, sino que aumentó la desigualdad o brecha educativa. Para muestra, sobra un botón: Conforme las pruebas Aprender 2021, Santa Fe, con una infraestructura escolar consolidada y comparativamente altos recursos, se convirtió en la sexta peor provincia en Lengua en el sector socioeconómico bajo.
Es lógico que sea así, porque el sector socioeconómico alto tiene más recursos para compensar las falencias del sistema. Es decir, no solo perjudicaron a todos, sino que lo hicieron aún más con los más vulnerables. Y todo esto en nombre de la igualdad. La gran pregunta es: ¿cómo llegamos a este absurdo?
La respuesta tiene que ver con una serie de trampas, de las cuales es preciso que todo el país aprenda para no repetir el error.
Una primera argucia es la que podríamos llamar falso consenso. El discurso de la pedagogía marxista-postestructuralista o de “extrema izquierda” (el problema no es que sea de izquierda o derecha, sino el extremismo autoritario y dogmático) afirma constantemente basarse en evidencia científica y en lo que hacen “todos los países del mundo”.
Sin embargo, cuando uno empieza a preguntar y averiguar cuáles son las evidencias y las naciones que hacen lo mismo, saltan a la vista las falencias. Esta pedagogía hegemónica, puede decirse, es un gigante con pies de barro. No tiene ningún antecedente exitoso. Se suele hablar de Finlandia, pero este país posee una educación al mismo tiempo muy inclusiva y altamente exigente y meritocrática. No tiene nada que ver con lo que se hizo en Santa Fe.
En el país nórdico, las escuelas y directivos tienen una significativa autonomía, hay examen de ingreso incluso en el nivel secundario, el financiamiento público depende del desempeño del establecimiento, y hay una cultura de la evaluación muy arraigada. Otra diferencia es que, si bien ha descendido en los últimos años, Finlandia sigue posicionada en los puestos más altos de los exámenes internacionales, como PISA. Nosotros estamos muy lejos de ello y empeorando cada vez más.
Una cosa es innovar de manera prudente, cuidando el sistema de incentivos (como se hizo en Finlandia). Otra muy distinta es usar la innovación como excusa para arrasar con todos los reconocimientos al esfuerzo y al aprendizaje, en nombre de un dogma igualitarista y facilista. La rebelión actual de la comunidad educativa santafesina no es contra la innovación, sino contra el facilismo, el dogmatismo y la mediocridad deliberada.
Otra trampa es la de la falsa utopía. Hay utopías que son ideales regulativos. Nortes que sirven para entusiasmar y avanzar. Se sustentan en el idealismo. Pero hay otras que son experimentos colectivistas inhumanos, que se imponen de forma autoritaria y se basan en el fanatismo. El verdadero idealismo implica buscar el bien común de manera práctica y flexible, con resultados concretos. Es muy egoísta priorizar el dogma propio sobre la evidencia empírica.
La falsa utopía que nos han vendido en Santa Fe (muchas veces erróneamente denominada “Comunidad de Aprendizaje”) es que la educación puede concebirse como un mero diálogo entre iguales. Es decir, como una charla de café. Allí no hay lugar para el examen, la calificación, la sanción disciplinaria, la exigencia, la reprobación, la repitencia, etc. No hay espacio para ningún tipo de sistema de incentivos, autoridad ni reglas.
Así, se ha provocado la anomia en las escuelas. Dicha anomia deseduca, embrutece, rompe el clima áulico, impide el normal desarrollo del aprendizaje, no genera hábitos ni competencias básicas y no impregna valores. Podemos discutir el sistema de incentivos, cambiarlo, modificarlo, pero incendiarlo, erradicarlo, como se hizo en Santa Fe, es algo que no tiene gollete. Conlleva un daño generacional y un costo de oportunidad monumentales. Pues, lleva mucho tiempo diseñar, afinar, perfeccionar y consolidar una estructura de incentivos institucionalizada. Hay prácticas y culturas que deben gestarse alrededor de ella a partir de la experiencia.
Otra falacia es la del alumno víctima. Sin dudas que, en la dura realidad social de nuestro país, hay muchas personas que han sido víctimas. Pero eso no quiere decir que sea bueno para ellos tratarlos como tales. Mucho menos, presumir que son víctimas sin saber de qué, cómo ni cuándo, por su mera condición socioeconómica (esto es discriminación lisa y llana), y crearles una mentalidad de víctima sin motivo. La sana exigencia se lleva a cabo en beneficio del educando, no del docente. Busca desarrollar su máximo potencial. Si por considerarlo víctima dejamos de exigirle, lo estamos victimizando doblemente.
Este modelo también ha recurrido a la trampa de una inclusión superficial. Se habla de inclusión priorizando la presencia física del alumno en la escuela, como si fuera lo único que importara. Se lo aprueba y promociona sin aprendizaje para que no abandone. Se demoniza al docente que reprueba alumnos, quitándole autoridad y generándole un conflicto psicológico insalubre.
De más está decir que esta inclusión física no es verdadera inclusión, sino una condena a la ignorancia y, por ende, a la exclusión perpetua, estructural y definitiva. La ministra de educación de Santa Fe suele repetir el eslogan “todos los chicos y chicas en la escuela aprendiendo”, pero pareciera suponer que, por el solo hecho de estar físicamente en la escuela, el aprendizaje se producirá mágicamente. De hecho, la única estadística que cita es la de repitencia y egreso. Y plantea que el nivel primario está “fuerte” y “consolidado” porque allí fueron abolidas la repitencia y la exigencia, en los hechos, hace muchos años. Los alumnos llegan cada vez peor a la secundaria, pero eso no importa.
La inclusión se logra dando oportunidades y herramientas, abordando los casos complejos con equipos interdisciplinarios, pero no bajando la exigencia o regalando materias. Esto último es reconocer y consagrar el fracaso.
Lo anterior nos lleva a la siguiente falacia, que es la culpa del nivel superior. Cuestionada la ministra sobre el abismo creciente entre la universidad y la escuela secundaria, su respuesta fue que era responsabilidad de la primera adecuarse a la segunda. Es decir, la culpa siempre es del nivel superior, que exige demasiado. La solución siempre es bajar el nivel de exigencia.
Lo que se viene haciendo de facto en primaria desde hace muchos años (aprobación sin aprendizaje, no repitencia, etc.) se está implementando ahora en secundaria. El abismo que se gestó entre primaria y secundaria, se está generando actualmente entre esta última y la universidad, a la cual seguramente en un tiempo le pedirán que baje el nivel, o lo terminará haciendo para no quedarse sin alumnos.
Una trampa muy común es también la culpa del docente. Si alguien se queja de la falta de exigencia, las autoridades ministeriales responsabilizan al maestro. Nadie dice nada sobre que al educador se lo ha vaciado de autoridad, se le ha quitado legitimidad, se lo ha sobrecargado sin sentido y se lo rodea de una maraña de exigencias y normas que tienden a hacer difícil o imposible la sana exigencia. Por ejemplo, ¿cómo exigir lo mismo con un trabajo práctico “interdisciplinario”, “situado”, “adaptado a las necesidades del alumno”, destinado a acreditar los contenidos de cuatro materias anuales, en vez de con cuatro exámenes globalizadores?
Otra trampa es la sobrecarga del docente. ¿Cuánto tiempo debe dedicarle el educador al trabajo práctico para que cumpla con todos esos requisitos, a sabiendas de que el sistema y las presiones se encaminan a la aprobación? Un docente sobre exigido, con 40 horas semanales frente a curso, que no puede cumplir con una normativa inalcanzable, es un docente débil, inseguro, frustrado, presionado, que difícilmente pueda plantarse ante la marea de reclamos, recriminaciones, incluso agresiones, a las que se lo expone. Raramente logre exigir como se debe, más allá de que es materialmente imposible en muchos casos.
Este tema da para largo. Se pueden mencionar muchas otras trampas discursivas que fueron pavimentando el camino de este fracaso en desarrollo. Por ejemplo, la culpa ajena (hace décadas que se viene imponiendo el facilismo y hablan como si nunca se hubiera aplicado, culpando a un modelo “tradicional” que ya nadie defiende y que hace tiempo dejó de existir); la culpa del alumno (ante el planteo de que algunos educandos alegan no querer esforzarse porque el resultado es para todos el mismo, las autoridades responden cuestionando la ética del estudiante, desconociendo la naturaleza gregaria y el sentido de justicia del ser humano y la perversidad de los desincentivos que ellos generan); el lenguaje contradictorio (usan las palabras en el sentido opuesto, para confundir y despistar; hablan de “intensificación” cuando recortan contenidos y agrupan materias anuales a ser aprobadas con un trabajo práctico, en vez de con cuatro o cinco exámenes); la normativa confusa (las circulares y resoluciones se escriben de la manera más retorcida y esotérica que sea posible, complicándoles innecesariamente la vida a docentes y directivos, haciendo que en un laberinto normativo se pierdan las nociones de justicia, equidad, sentido común, rigurosidad, planificación, profesionalismo, etc.); el foco en la propaganda (venden a los medios que se convocó a una “mesa de diálogo” con directivos cuando se trató de un largo monólogo de varias horas y las decisiones ya estaban tomadas, o se llenan la boca hablando de calidad educativa y aprendizaje mientras la educación se cae a pedazos frente a ellos); la estigmatización de conceptos (hay ciertas palabras, como “mérito” o “meritocracia”, que son rechazadas de manera intrínseca, demonizando a quienes las usan y cortando el debate de ideas, como también el vocablo “examen”, sustituyéndolo por el trabajo práctico situado, como si esta debiera ser la única herramienta evaluativa); la progresión inversa (van bajando el nivel desde los grados o años inferiores, para forzar a hacer lo mismo en los superiores, cuando les lleguen camadas completamente faltas de preparación y se cree el dilema de desaprobar a todos o seguir bajando la vara); el hecho consumado (si no pueden destruir todos los incentivos, aniquilan algunos; si no pueden hacerlo a través de la normativa, usan presiones y adoctrinamiento, para que luego la normativa sea percibida como más natural); o el ocultamiento de información (en Santa Fe se dejaron de publicar las estadísticas educativas y los cambios o reformas se anuncian a último momento, de forma tal que se disminuye la capacidad de reacción de la sociedad civil).
Es importante, entonces, que el país entero se percate del daño que pueden causar estas argucias sin sentido. Es un daño generacional que va a tener secuelas por mucho tiempo. En Santa Fe, todavía seguimos cayendo por este abismo de artimañas, pero, por suerte, el pueblo empieza a tomar conciencia y a rebelarse contra un daño gratuito.
Sindicatos, asociaciones civiles de docentes, familias y directivos, dirigentes políticos opositores y oficialistas, o simples ciudadanos preocupados por la educación, han empezado a levantar la voz y a presionar al unísono en defensa del derecho humano a aprender. Solo resta ver hasta qué punto la soberbia, el dogmatismo y el interés político coyuntural están dispuestos a prender fuego el futuro para calentar un poco sus manos en el presente.
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