lunes, 28 de diciembre de 2020

CFK destruye la democracia

Por qué Cristina Fernández es el principal obstáculo para el desarrollo argentino


Fuente: TDP.
    Hoy en día es ampliamente aceptado que las instituciones importan y hacen al desarrollo. Sólo minorías fanáticas y extremistas se oponen a ello. A mayor distribución del poder, independencia judicial, transparencia y rendición de cuentas, más hace el Estado con menos. Así, se genera un círculo virtuoso de disminución de impuestos, mejores bienes y servicios públicos, ahorro, inversión e igualdad de oportunidades.
    Además, la igualdad de condiciones para competir en los mercados, en el marco de un Estado de Derecho sólido, hace a una economía más competitiva, eficiente e innovadora.
El problema es que esto, que parece tan sencillo, es un proceso lento que genera resultados en el largo plazo. El modelo económico podrá afinar y perfeccionar el proceso de desarrollo, o bien limitarlo (según dónde cada uno se pare ideológicamente), pero la base está en las instituciones.
    Por eso, salvo muy pocas excepciones de países diminutos con recursos naturales desproporcionados, las sociedades ricas son democracias liberales consolidadas. Basta mirar Estados Unidos, Canadá, Inglaterra, Francia, Alemania, Noruega, Dinamarca, Holanda, Finlandia, Suecia, Suiza, Australia, Nueva Zelanda, Japón, Corea del Sur, etc. Y son más ricas, en general, cuanto más calidad y longevidad tiene su sistema democrático, como Suiza, Estados Unidos o Escandinavia.

    En el caso de los países latinoamericanos, durante el siglo XX no han podido consolidar una democracia liberal estable. Recién a fines del siglo XX y a principios del XXI han empezado a hacerlo, poco a poco. Y quienes lo lograron antes y llevan más tiempo como democracias liberales estables son los que más han crecido y se han desarrollado en las últimas décadas, como Chile, Costa Rica y Uruguay. No son países con épica, sino simplemente con instituciones.
    Se puede decir que las instituciones son el saldo positivo cuando a la participación política se le resta el ego personal. A mayor ego personal y búsqueda de poder absoluto, menos institucionalidad. Pues las instituciones son reglas que limitan las conductas con miras al bien común, y que provocan distribución del poder de decisión.
    La calidad democrática exige un amplio consenso en la dirigencia política, ya que no se pueden construir reglas sin confianza mutua. Cuando la confianza sobre ciertos valores democráticos básicos se rompe, las instituciones se debilitan, los partidos se cierran y se polarizan y el debate público se amaña. Quedamos los ciudadanos, entonces, desprotegidos, confundidos y atrapados en medio del fuego cruzado de los políticos.
    Es por lo anterior que una democracia de calidad, que dé lugar a un desarrollo sostenido, exige que todos los partidos o grupos políticos centrales sean democráticos; que estén de acuerdo sobre ciertos valores esenciales, como elecciones libres, independencia judicial, alternancia y transparencia.
    Si un político ve que su adversario busca un poder absoluto, y que está enfrascado en someter al Poder Judicial, se verá forzado a dirigir sus energías a obstruir a ese competidor en vez de a construir y cooperar con él. Pues, de controlar algún grupo el Poder Judicial, todos los demás perderán sus garantías y quedarán indefensos y neutralizados, como le ha ocurrido a la oposición en Venezuela.
    Por eso, la famosa “grieta” no es recta, como muchos la imaginan, sino circular. Es un círculo que se fractura alrededor de los autoritarios. El autoritario genera desconfianza a su alrededor por sus propios actos y pretensiones. Tiende a quitarles derechos a los demás y avanza hacia el abuso de poder y la impunidad. Tanto es así, que incluso en Estados Unidos vimos cómo se generó una tremenda grieta cuando gobernó el autoritario de derecha Donald Trump (aunque muy limitado por el entorno social).
    En la Argentina, de los grupos políticos centrales, el único cabalmente autoritario es el cristinismo, que a su vez es dominante dentro del Frente de Todos. Está bien que haya discusiones al interior de un espacio político o coalición de gobierno, pero no cuando esas discusiones se centran en cuestiones tan básicas y esenciales, como si se va a respetar el sistema democrático o si se lo va a demoler. Una alianza así no tiene sentido ni futuro, y sólo sirve para amplificar el poder destructivo del grupo autoritario en cuestión.
    En la actual coalición de gobierno (principalmente una alianza entre Cristina Fernández, Alberto Fernández y Sergio Massa, en ese orden), no se pueden poner de acuerdo sobre si hay que aumentar los miembros de la Corte Suprema para obtener mayoría propia, o si hay que cuidar la independencia del máximo tribunal; sobre si los presos por corrupción son presos políticos o políticos presos; sobre si hay que disminuir la mayoría para elegir al jefe de fiscales y así controlarlo, o si hay que conservar los dos tercios; sobre si es constitucional o inconstitucional la ley del arrepentido; sobre si el Consejo de la Magistratura debe estar dominado por la política partidista o depender de consensos más amplios; sobre si hay que licuar el poder de los jueces independientes o dejar de intervenir políticamente en la Justicia; sobre si el gobierno de Nicolás Maduro en Venezuela es una dictadura o una democracia; etc.
    Tenemos continuidad electoral desde 1983, y no es poco. Pero seguimos sin poder consolidar una democracia liberal (en el sentido de libertad política, no de libertad económica, que es una discusión aparte que se da al interior de toda democracia). Y esto se debe a que todavía padecemos, a diferencia de países como Chile, Costa Rica o Uruguay, un grupo político autoritario que es competitivo y protagónico dentro del sistema, que obstruye reformas para-ideológicas, de sentido común, y que pone sus energías en concentrar un poder absoluto, fracturando el terreno político a su alrededor.
    El peronismo no ha podido, hasta ahora, reinventarse como fuerza democrática, y el kirchnerismo es su actual rostro autoritario, con el cristinismo a la cabeza. Mientras esto siga así, va a ser muy difícil consolidar una democracia liberal estable. El gobierno de Cambiemos de Mauricio Macri hizo importantes avances en este sentido, pero muchos están siendo cuestionados o desarticulados.
    En plena pandemia y tragedia nacional, las insensibles prioridades del cristinismo (aprovechándose cobardemente de las restricciones para los ciudadanos) han sido intentar manipular la Corte, partidizar al jefe de fiscales, licuar el poder de los jueces independientes, acomodar jueces amigos y tumbar la ley del arrepentido. Ni siquiera los frenó la especulación egoísta de no provocar manifestaciones opositoras para mostrar una buena gestión de la pandemia.
    Fíjese el lector que Cristina insiste con la idea de que “la Argentina es el país donde mueren todas las teorías económicas”. En vez de reconocer que ninguna teoría es buena si no se la aplica en el marco de buenas instituciones, nos quiere hacer creer que somos extraterrestres a quienes no se nos aplican las generales de la ley. Claro: poner el foco en mejorar las instituciones sería un bumerang para ella y su partido, que podría dejarla presa de por vida.
    Es cierto que las personas son síntomas que emergen de problemas más profundos. No es que, por quitar del medio a Cristina, vayamos a tener de repente la cultura democrática más avanzada del planeta, ni mucho menos. Y desde luego que la única solución es la condena social y la derrota electoral, si es que la Justicia se sigue demorando en hacer lo que debe.
    Sin embargo, hoy por hoy, quien lidera y cohesiona al único grupo autoritario competitivo de Argentina es Cristina Fernández. Es ella quien quiebra la confianza más elemental; quien rompe las reglas del juego; quien le pone freno al desarrollo institucional, económico y social de nuestro país. Y para colmo la mueve la desesperación de quitarse de encima la espada de Damocles de las numerosas y contundentes causas judiciales originadas durante uno de los gobiernos más corruptos de la historia argentina (¡según el propio Alberto Fernández y la Justicia peronista!).

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