martes, 27 de octubre de 2020

Por qué Trump no es liberal

El engaño del presidente de Estados Unidos

Fuente: TDP.
         Ocurre un extraño fenómeno hoy en día. Muchos liberales (en el sentido europeo de la palabra, a favor de la libertad) se han dejado seducir por el discurso de Trump. Sin embargo, cuando miramos en detalle, Trump no responde a prácticamente ninguno de los principios del liberalismo. Por el contrario, cumple estereotipadamente con cada uno de los rasgos del populismo autoritario al cual el liberalismo se opone a lo largo y ancho del planeta.
         Estados Unidos siempre ha sido una sociedad altamente liberal. Tiene el liberalismo impregnado en su cultura (aunque hoy en día un poco menos que de costumbre). Heredó la tradición inglesa del rule of law; fue fundado por peregrinos puritanos dispuestos a trasladar a la política su organización eclesiástica libre y democrática; al tiempo que su experiencia histórica lo ha llevado a percibirse como el país protector de las libertades cuando éstas se vieron amenazadas a escala planetaria.

         Por ello, en Estados Unidos, como observara ya Tocqueville, el Estado es visto con cierta sospecha. La palabra “socialismo” es un tabú, incluso aunque estemos hablando de un socialismo democrático moderado o “socialdemocracia”. Nunca un partido pudo ponerse ese nombre. El liberalismo económico se da por sentado hasta el punto en que la palabra “liberal” su usa para describir a los “progresistas” de izquierda, que defienden las libertades sociales y culturales frente a los conservadores. Fue un “izquierdista” (para estándares estadounidenses), John F. Kennedy, quien le pidió al pueblo americano, en un famoso discurso, que no pensara qué podía hacer su país por él, sino qué podía hacer él por su país. Las pinceladas del liberalismo político y económico se pueden ver en los discursos de todos los grandes actores políticos, sean de izquierda o de derecha, o por lo menos fue así hasta hace poco.
         Trump vino a cambiar esto. Y no sólo con palabras (que tienen su valor) sino con acciones. Para empezar, nunca reconoció su derrota en votos populares frente a Hillary Clinton en 2016. Denunció un fraude inventado sin prueba alguna. No le importó socavar la credibilidad y fortaleza de la democracia estadounidense para saciar su ego personal. Hoy en día, estando muy abajo en las encuestas y siendo oficialismo, ha denunciado fraude por adelantado, cubriéndose en caso de resultar perdidoso. Esto muestra un rasgo realmente patológico que fue advertido públicamente por centenares de psicólogos al poco tiempo de iniciado su mandato.
         En la misma línea autoritaria, Trump disminuyó la mayoría necesaria para designar miembros de la Corte Suprema, acabando con una larga tradición de consenso y bipartidismo que buscaba asegurar un máximo tribunal independiente. También rompió con la tradición de los presidentes de Estados Unidos de transparentar su declaración jurada de impuestos. Llegó a afirmar que, según una curiosa interpretación, la Constitución le daba el poder de indultarse a sí mismo (es decir, de estar por encima de la ley). Son constantes y públicos sus enojos, agresiones y amenazas contra la prensa independiente que no responde a sus caprichos y delirios. Su discurso provocativo y prepotente, así como ciertos rasgos discriminatorios y su apoyo tácito a grupos supremacistas blancos de extrema derecha, fomentan la polarización y el resentimiento en una estrategia típicamente populista.
         Trump está literalmente destruyendo las instituciones democráticas estadounidenses. Esa destrucción ocurre en cámara lenta. Pues la primera potencia mundial cuenta con instituciones fuertes, que no son fáciles de derribar. Pero ello sucede de manera constante como nunca en la historia.
         Para un auténtico liberal, esto sería algo inaceptable. El verdadero liberalismo combina libertad política con libertad económica. Entiende que no hay mercado sin ley y que no hay ley sin instituciones. En la ilegalidad y la debilidad institucional florece el capitalismo prebendario, que es la manipulación abusiva y centralizada de las variables económicas en beneficio de unos pocos a través de la corrupción. Esto, por sí solo, debería ser suficiente para repudiar a Trump desde el liberalismo. Pero hay más.
         La democracia estadounidense es un bien público global, les guste o no a los antinorteamericanos. Es la hegemonía democrática americana lo que le ha dado estabilidad y prosperidad al mundo como nunca antes en los últimos 70 años; lo que ha permitido que la democracia y el capitalismo se expandieran más allá de lo conocido e imaginable. Y Trump está yendo en contra de eso. No sólo porque destruye la democracia estadounidense poco a poco y día a día, sino también porque no diferencia entre democracias y dictaduras en su política exterior. No hablo sólo de algunas excepciones o de aceptar tratar con dictadores al no haber ningún otro interlocutor válido regional. Trump sencillamente rechaza que Estados Unidos deba invertir dinero o asumir riesgos para promover o apoyar la democracia en el extranjero. Ha elogiado personalmente y priorizado a dictadores brutales como Putin o Kim Jong Ul, mientras se peleaba con los aliados naturales e históricos de Estados Unidos, que son precisamente las democracias liberales. En ocasiones siguió una línea dura contra dictaduras, como la de Venezuela, pero sin un plan y compromiso a largo plazo, con una clara especulación electoralista y con sesgo ideológico. 
         En todos los planos Trump demuestra que es un típico populista impulsivo (se denota hasta en su manejo de Twitter), atolondradamente cortoplacista. La economía no es la excepción. El “relato” que vende el excéntrico magnate es que se encuentra resistiendo el embate de socialistas radicales que quieren destruir la esencia liberal de Estados Unidos. Sin embargo, en el Partido Demócrata ganan sistemáticamente las internas los moderados. Y los “no moderados” son en general socialistas democráticos que promueven el modelo nórdico, no extremistas de izquierda autoritarios ni mucho menos. Así, paradójicamente, un partido con un presidente extremista le adjudica extremismo a otro partido con un candidato centrista.
         Trump ha conducido al Partido Republicano del liberalismo al nacionalismo, de la democracia al populismo y del modernismo a la xenofobia. Por eso hay tantos republicanos de renombre que están apoyando hoy en día a Biden. Esto no es algo normal en un país históricamente bipartidista, con estructuras partidarias altamente consolidadas. No es un dato menor. Desde ex funcionarios de Bush Jr., hasta el recientemente difunto McCain (que pidió que Trump no fuera invitado a su funeral), pasando por el ex candidato presidencial Mitt Romney, han decidido (sin dejar de ser republicanos) apoyar al Partido Demócrata, contra el cual compitieron y batallaron durante toda su vida. ¿Todavía debemos creernos el relato de Trump de que el Partido Demócrata es socialista radical?
         Vayamos a los números: Desde 1980 para acá, los únicos dos presidentes estadounidenses que bajaron el gasto público como porcentaje del PBI fueron Bill Clinton y Barack Obama, dos demócratas. Algo similar ocurre con el déficit fiscal. Obama lo bajó del 6,63% al 4,27%. El tan demonizado “Obamacare” apenas tuvo efecto sobre el gasto total en salud (que pasó de 17,3% a 17,9% mientras en simultáneo se disminuía el gasto público total como porcentaje del PBI del 40% al 35%) (datosmacro.com). Se trató de una muy leve ampliación de la cobertura de salud estatal para los más vulnerables, al tiempo que se alentaban prácticas más preventivas y competitivas que bajaran el elevadísimo costo de la medicina estadounidense (inexplicablemente superior al de cualquier otro país desarrollado).
         En los dos primeros años de Trump, el déficit fiscal subió del 4,27% (donde lo había dejado Obama) al 5,68%. Para 2020, coronavirus de por medio, se espera una suba mucho mayor. Y esto cuando Estados Unidos tiene un problema de deuda enorme y el mayor tenedor de sus bonos es la dictadura china, que amenaza la hegemonía global de las democracias.
         Trump impulsó una reducción de impuestos, pero lo hizo sin bajar el gasto público y aumentando el déficit, algo que parece más un movimiento efectista y cortoplacista que un genuino programa de gobierno liberal. El verdadero liberal baja el gasto público para bajar impuestos, no aumenta el déficit fiscal de manera irresponsable. Eso es tan populista como subir el gasto sin aumentar impuestos financiándolo con emisión monetaria. Y hay que agregar que su reforma priorizó fundamentalmente (aunque es cierto que no exclusivamente) a las grandes corporaciones. Pasó de una tasa progresiva que llegaba al 35% a una de 21%, sumando un estimado de 1,4 billones a la deuda nacional en los próximos 10 años.
         El gasto público de Estados Unidos es muy bajo (35% del PBI) en comparación con otros países desarrollados (Francia 55%, Finlandia 53%, Bélgica y Noruega 52%, Dinamarca, Suecia e Italia 49%, Alemania 45%, etc.) (datosmacro.com). Es decir, con impuestos bastante bajos debería alcanzarle y sobrarle para cubrir su gasto, y sin embargo eso no sucede y la deuda crece imparable, hipotecando inmoralmente a las futuras generaciones. ¿Por qué?
         Parece haber cierto desbalance o desproporción en los recortes de impuestos a las grandes fortunas, en especial si consideramos el contexto de déficit y deuda. Todo indica que ha habido un exceso de lobby en este sentido. No es casual que en 2019 un grupo de supermillonarios estadounidenses publicaran una carta pidiendo que les cobraran más impuestos. Recientemente, los americanos se enteraron perplejos de que su pudiente presidente había pagado solamente 750 dólares de impuestos en 2016 y 2017, lo que motivó una investigación por fraude fiscal. Trump respondió alegando altaneramente ser muy hábil para no pagar impuestos. Es que, si se aplican todas las deducciones y exenciones fiscales vigentes, los tipos reales federales bajan considerablemente. La simplicidad impositiva es también un principio de la economía liberal. Sería mejor esclarecer y sincerar las tasas de impuestos al nivel real, en lugar de crear una maraña de deducciones y exenciones por las que corren con ventaja las grandes empresas y fortunas, con amplios equipos de abogados y contadores.
         Desde luego, lo ideal sería bajar el gasto público y eliminar el déficit sin aumentar impuestos. Empero, no será fácil que el gasto público de Estados Unidos baje mucho más de lo que lo ha hecho durante la gestión Obama. Esto por varios motivos: Primero, porque es de hecho de los gastos más bajos del planeta dado ese nivel de desarrollo. Segundo, porque Estados Unidos atraviesa una transición profunda, de la economía industrial a la informática y robotizada, que exige cierta intervención extraordinaria y transitoria a favor de la educación y la readaptación laboral. Tercero, porque dicho país es la democracia líder, sostén de la hegemonía global liberal, lo cual conlleva un costo.
         En definitiva, Trump no es liberal en lo institucional (lo cual debería bastar para quitarle esa condecoración) ni tampoco en lo económico. Es un típico populista que desprecia la ley y la democracia, y que maneja la economía solamente mirando las encuestas. Es un autoritario de derecha contenido y limitado por el entorno social e institucional en el cual se desenvuelve; alguien que se niega a repudiar el supremacismo blanco, haciéndole guiños mientras divide y polariza a la sociedad e intenta retener a cierto electorado liberal desprevenido o de convicciones endebles para ganar elecciones.

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