Desesperación y desorientación en el FPV al dejar el poder
Un obsequio que lo dice todo. |
Las
vinculaciones del Frente Para la Victoria (FPV) con la dictadura populista de
Venezuela son evidentes. Ellos mismos las reconocen. Venezuela es el modelo a
seguir, el país donde su ideología ha gobernado por más tiempo y también el
Estado con el cual en la última década más se estrecharon las relaciones
bilaterales, incluyendo negociados informales non santos como el que dejó en evidencia la valija de Antonini
Wilson.
Basta con
echar un vistazo a la Venezuela actual para percatarse de la falta de convicción
democrática de la ideología que la inspira: presos políticos, bandas armadas
chavistas que deambulan por las calles con impunidad amedrentando y reprimiendo
a los opositores, medios de comunicación completamente diezmados y controlados
por el oficialismo, completa concentración del poder en el presidente, etc. Los
resultados, como en todo autoritarismo, están a la vista: abuso, ineficiencia,
corrupción, ineptitud. El pueblo venezolano padece la inflación más alta del
planeta, una inseguridad galopante, desabastecimiento con recesión y una pobreza
estructural cada vez más desesperante.
Hacia ese
modelo y ese futuro marchaba la Argentina gobernada por el FPV. La ideología
que sirvió para justificar este autoritarismo y que todavía gobierna las mentes
de numerosos seguidores, muchos de ellos engañados por sus líderes demagógicos,
es el marxismo. Pero en este caso se trató de una reelaboración del marxismo
clásico, que se deshizo de la carga de violencia directa y adoptó un lenguaje
de apariencia democrática. Buscó hacerse con el poder simbólico positivo de la
palabra “democracia” y triunfar en elecciones para legitimarse ante la
sociedad. Se reemplazó así la lucha armada por el populismo como método de
adquisición y acumulación del poder.
Sin
embargo, a pesar de lo anterior, la cáscara democrática poco pudo frente a una
ideología autoritaria, inspirada en un modelo autoritario que llevaba
sistemáticamente a sus operadores a prácticas autoritarias. El marxismo goza
inexplicablemente de una socialmente aceptada cientificidad y, de ahí en más,
de legitimidad académica y política, cuando ninguna ideología autoritaria debería
gozar de esos privilegios porque todas ellas se basan en supuestos ilógicos y
dogmáticos que desconocen la particular dignidad inherente a la naturaleza
humana.
El marxismo
es la versión extrema de la izquierda, como el fascismo o el nazismo son la
versión extrema de la derecha. Todos los extremismos deben ser condenados y
repudiados si es que pretendemos consolidar una cultura democrática sólida, que
sirva para anticiparse a los hechos y neutralizar desde su raíz cualquier
proyecto autoritario, sea de izquierda o de derecha, totalitario o populista.
Todos los autoritarismos terminan en fracaso y en desastres humanitarios; y así
fue, con distintos matices y diversas intensidades, en el caso de los partidos
marxistas cada vez que accedieron al poder, sea por medio de la revolución
armada o del populismo. Más de 100 millones de víctimas fatales de los partidos
marxistas en el siglo XX quedaron sesudamente documentadas en el Libro negro del comunismo.
En el
populismo, las elecciones son una condición para acceder al poder, pero de
ninguna manera un componente de una convicción democrática real. Por eso los
populistas llegan al poder por medio de elecciones pero desde allí se dedican a
apropiarse del Estado para desequilibrar los procesos electorales a su favor y
para arremeter lenta pero persistentemente contra las libertades y garantías
constitucionales básicas, en particular la libertad de expresión y la igualdad
ante la ley. El populismo es eso: la concentración progresiva del poder desde
el Estado, fundada en una voluntad popular hipotética plasmada en un acto
eleccionario original que habilita a cualquier medio, lo cual va
desnaturalizando y desequilibrando de a poco los actos eleccionarios
siguientes.
Algunos
plantearán entonces, ¿cómo es que Maduro perdió las elecciones legislativas de
2015? Pues el uso del método populista se da precisamente porque la lucha
armada se torna socialmente obsoleta. Ocurre cuando un pueblo no está dispuesto
a tolerar golpes de Estado, pero todavía no goza de los elementos culturales y
los mecanismos sociales necesarios para neutralizar el autoritarismo
proveniente de un gobierno con una legitimidad de origen por lo menos aparente.
Se necesita menos cultura democrática y conciencia cívica para oponerse a un
autoritarismo patente de origen que a uno disimulado y progresivo. Los cambios
culturales del autoritarismo a la democracia son procesos que no se dan por
completo de un día para el otro. Es natural que el fin de las dictaduras
militares en Latinoamérica no haya significado en simultáneo el fin del
populismo.
Esto es lo
que explica por qué una dictadura en desarrollo, como la del FPV en Argentina,
no tiene otra alternativa más que abandonar el poder pacíficamente frente a una
derrota electoral en el medio de un proceso inconcluso de concentración plena del
poder. Y esto permite entender por qué un gobierno que acepta los resultados
electorales y abandona la sede del gobierno nacional (pues no le queda otra
alternativa) se comporta como si no entendiera qué es la democracia. En el
populismo ideológico las acciones democráticas formales conviven con
expresiones y gestos totalitarios más sustanciales.
Cristina Kirchner
perdió las elecciones y se vio obligada a dejar el poder, pero lo hizo a su
modo, según su mentalidad. En la semana previa al traspaso aprobó o hizo
aprobar una serie de decretos y leyes que le generaron al presidente entrante
un agujero financiero muy considerable. Para ella y para sus adoctrinados militantes
el adversario es un enemigo a destruir, sea como sea (sin balas preferentemente
dado que eso está socialmente repudiado). No importa si las consecuencias las
sufre el pueblo.
La
enfermedad del poder de Cristina de la que habla el médico y periodista Nelson
Castro es nada menos que la mentalidad totalitaria propia de todo dictador,
incluso aunque lo sea en potencia. Cristina nunca pudo terminar de digerir la
derrota. No acepta las reglas de juego republicanas porque no concibe que pueda
haber una voluntad (siquiera colectiva o institucional) por encima de la suya,
ya que ella es dueña de la verdad. Se opuso caprichosamente a que el traspaso
del mando se hiciera conforme a la tradición, y terminó negándose a asistir al
acto desconociendo la decisión legítima del Poder Judicial. En su discurso
final se victimizó y demonizó tanto a los medios de comunicación “hegemónicos”
(que lo serían sólo porque tienen algo de credibilidad y de rating ya que ella
controla una mayor cantidad de medios que los que funcionan con independencia
del gobierno) como al “partido judicial” (léase todo juez o tribunal que decida
en contra de su voluntad).
Durante
todo su gobierno Cristina se quejó en reiteradas ocasiones por la supuesta
falta de espíritu constructivo de parte de la oposición; oposición, dicho sea
de paso, a la cual el FPV nunca reconoció como un interlocutor válido,
negándole legitimidad. Todo esto porque denunciaba la evidente corrupción y
expresaba críticas y disensos absolutamente legítimos y propios de una
democracia. “No voy a hacerles a ellos lo que me hicieron a mí”, se le escuchó
decir a Cristina casi entre sollozos. Pero, ahora que el FPV está del lado de
la oposición, le hace la vida imposible al gobierno entrante incluso antes de
que asuma y obstruyó y deslegitimó el primer acto del nuevo gobierno: la
asunción. Poco se puede imaginar menos constructivo ni más antidemocrático que
eso.
La
mentalidad totalitaria es así. La verdad está toda de un solo lado, cualquier
medio se justifica por el supuesto fin supremo, quien critica o disiente es un
enemigo, el Estado es un trofeo del cual el partido puede adueñarse, y la
política es una guerra permanente a todo o nada sin espacio para el respeto, la
convivencia pacífica y el pluralismo. Todos estos hechos dejan en claro de lo
mucho que nos salvamos hasta ahora los argentinos con la derrota del FPV, lo
dura y obstructiva que va a ser la oposición del kirchnerismo o lo que quede de
él, y lo importante que es que al nuevo gobierno le vaya bien y que la Justicia
avance a fondo en las causas por corrupción contra los funcionarios del
gobierno saliente para que pueda consolidarse la democracia y no quede espacio
para un relanzamiento en 2019 del proyecto autoritario que encarna Cristina
Fernández.
A esta
altura, este artículo podría perfectamente finalizar. Sin embargo, estimo
conveniente agregar una reflexión adicional. La Constitución está por encima
del Código Civil y Comercial, y contiene no sólo normas literales sino también
principios implícitos que hacen al sistema democrático de gobierno y a la
seguridad del Estado. Es por ello que resulta lógico que el día del traspaso
del mando presidencial la fuerza pública y el operativo de seguridad estén en
manos del presidente entrante, y no del saliente ni mitad del día bajo el mando
de uno y la otra mitad bajo el del otro.
Lo que dota
de poder a un presidente es la voluntad popular, no su juramento. El juramento
es una tradición necesaria y de alto valor simbólico, pero no es lo que
confiere el poder. Las razones esgrimidas y el tono utilizado por el FPV en
contra de este criterio (llegaron a hablar de un “golpe de Estado”) demuestran
su mala voluntad y, de nuevo, su nulo entendimiento sobre la forma republicana
de gobierno, que impone la aceptación y el respeto de los fallos judiciales.
Cuando
Cristina quiso que le entregara los atributos presidenciales su hija,
apartándose de la tradición institucional, nadie se lo negó. Pero ella
pretendió negarle a Macri su deseo de respetar las tradiciones, y cuando éste
mantuvo su decisión pateó el tablero y decidió no asistir al traspaso. La nueva
excusa es que, por el fallo judicial que dice que Macri es presidente desde las
cero horas, ella no podría asistir porque estaría usurpando funciones. Bueno,
nadie le pide que ejerza funciones de gobierno, sino que participe en un acto
protocolar al cual fue formal y cordialmente invitada, y que sepa comprender la
razonabilidad de que el presidente entrante tenga a su cargo la seguridad
durante el traspaso para prevenir cualquier eventualidad, más aún cuando el
gobierno saliente todavía debe explicar por qué fue asesinado el fiscal que
estaba bajo su custodia el día anterior a ir a informar al Congreso sobre una
gravísima denuncia de asociación con el terrorismo internacional contra la
presidente en funciones.
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