Lamentos, mentiras y proyecciones tras la muerte
del fiscal
Fuente: TDP. |
El día lunes 19 de Enero de 2015 los
argentinos nos despertamos en medio de un estupor que nos tomó desprevenidos.
Nadie lo había imaginado, pero la noticia estaba allí, en todos los canales. El
valeroso fiscal federal Alberto Nisman había sido hallado muerto en su
departamento. Esto ocurría apenas unas horas antes de su comparecencia ante el
Congreso Nacional para explicar y detallar su denuncia penal contra los máximos
dirigentes del gobierno nacional.
Como sociedad, en algún momento
perdimos el rumbo y nuestros desaciertos se fueron acumulando hasta producirse el
desenlace mafioso que tanto nos duele. Una muerte tan injusta e impune no
ocurre por casualidad. Tiene que ser muy alto el grado de corrupción, mafia,
impunidad y autoritarismo en un Estado para que pueda ser asesinado o
“suicidado” de esa manera el fiscal que investigaba a la presidenta. Más allá
de su grado de participación directa en el hecho, sin dudas que el gobierno
argentino es responsable, como mínimo por no haberlo cuidado adecuadamente y
por haber convalidado o alimentado un Estado mafioso.
¿Cómo ocurrió esto? ¿Por qué como
sociedad fallamos en proteger a quien pretendía defendernos? ¿Había alguna
forma de evitarlo? Es importante que todos sintamos un poco de culpa. Claro que
la culpa principal es de quien jaló el gatillo y de quien dio la orden. Nadie
lo discute pero, ¿qué podemos esperar de esas personas? ¿Acaso Nisman confiaba
en esa clase de gente para llevar adelante su trabajo? ¿O más bien esperaba
simplemente que la sociedad y las instituciones públicas le brindaran un
respaldo suficiente?
Hace mucho tiempo que en la
Argentina gobiernan las mismas estructuras políticas, básicamente el PJ y la
UCR. Y desde el fin de la última dictadura militar estas estructuras no han
dejado de defraudarnos una y otra vez. Pero, ¿por qué las seguimos votando?
¿Será que en verdad lo hacemos o el sistema no nos deja mucho margen de
decisión?
De ninguna manera pretendo afirmar
que la culpa sea de los radicales y de los peronistas. Pero sí que las
estructuras de esos partidos se transformaron en algún punto de la historia en
burocracias predatorias y clientelares que ejercen una fuerte inercia a favor
de liderazgos autoritarios, y de un sistema de concentración de poder e
impunidad. El radicalismo se depuró parcialmente a partir de la implosión de
2001, pero sigue manteniendo una fuerte puja interna entre caudillismos absolutistas
y dirigencia republicana.
El actual gobierno es una expresión
más de los aparatos que nos oprimen desde hace tiempo. Y ha logrado envolver
sus prácticas corruptas con una ideología autoritaria: el posmarxismo o
“socialismo del siglo XXI”. La misma le sirve de elemento cohesionador de la
élite dirigente por medio del fanatismo y, en su defecto, del temor provocado
por la agresividad de aquél. ¿Es la muerte de Nisman un engranaje más de mecanismos
mafiosos autónomos que anidan en nuestro Estado? ¿O se trata de un mensaje
contundente del fanatismo gubernamental hacia toda la clase dirigente? De
nuevo: en cualquier caso, el gobierno es responsable.
Cuando un sistema autoritario entra
en crisis reiteradas veces, como le ocurrió a la Argentina en 1989 y en 2001,
sin que la sociedad civil logre reemplazarlo por un nuevo sistema, el resultado
lógico es una profundización del autoritarismo y de todos sus males. Y esto es
lo que viene ocurriendo en la Argentina durante la “década robada” del
kirchnerismo. Al clientelismo sistémico, la corrupción estructural, la mafia y
la concentración de poder, se le suman ahora la agresividad e intolerancia, las
prácticas totalitarias y la infiltración del narcotráfico, todo lo cual
potencia lo anterior.
En este contexto deben analizarse
las reacciones del gobierno argentino y del aparato justicialista frente a la
muerte de Nisman. El gobierno tomó ilegítima e ilegalmente control de la escena
del crimen a través de Sergio Berni, pasando por encima de la Justicia. E intentó
instalar mediáticamente la idea de un suicidio por medio de conclusiones
apresuradas, omisiones deliberadas y mentiras descaradas.
Una de estas mentiras tuvo lugar cuando
el Ministerio de Seguridad afirmó en un inmediato comunicado oficial que “al
intentar ingresar, la mujer [madre de Nisman] constató que la puerta se
encontraba cerrada con la llave colocada en la cerradura por dentro”. Esto fue
desmentido por el cerrajero, quien indicó que una cerradura estaba “abierta”
con la llave del lado de adentro. La otra cerradura habría sido abierta sin
problemas por la madre. Asimismo, se omitió indicar que había un tercer acceso.
Todos nos quedamos, después de ese comunicado, con una sensación de que las
pruebas indicaban, por el momento, que se había tratado de un suicidio.
Otra mentira fue la que expresó
Berni al decir que llegó al lugar minutos antes que el juez, cuando en verdad
el juez llegó primero pero no logró que las fuerzas de seguridad lo dejaran
pasar, a pesar de que él era la máxima autoridad del lugar. Sólo después de que
Berni llegara y pasara durante unos minutos a la escena del crimen el juez tuvo
el honor de poder hacer su trabajo.
Esto fue quizás lo que llevó a la
jueza que investiga la muerte del fiscal a hacer uso de la Policía
Metropolitana de la Ciudad de Buenos Aires, algo que debió haber sido así desde
un principio para custodiar a Nisman si el poco confiable gobierno nacional podía
llegar a beneficiarse con su muerte. Pero el sistema corrupto comandado por un
gobierno que enarbola el fanatismo no entiende de razones. La presidenta salió
inmediatamente al cruce de la jueza que había demostrado sensatez e
independencia. La descalificó con la excusa de que en sus perfiles de Facebook
y Twitter había tenido expresiones opositoras por criticar hechos de corrupción
del gobierno.
Así y todo, el gobierno entero, con
Cristina Fernández a la cabeza, tuvo que dar un giro de 180 grados y admitir
que aparentemente no se había tratado de un suicidio. Claro que la presidenta
lo expresó por Facebook, cual adolescente sin cargo ni responsabilidad alguna. Y
lo proclamó como si se tratara de una brillante tesis original, cuando era lo
que todos intuíamos desde un principio. Por su parte, el aparato justicialista
cerró filas. No le importó volver sobre sus pasos. Hizo un acto para respaldar
a la jefa, sin pedirle explicaciones y aplaudiendo desentonadamente en medio
del malestar social, cual código mafioso.
Sólo algunos pocos, como Eugenio
Zaffaroni, parecieron quedarse atascados en la hipótesis de un supuesto
suicidio, motivado por el hecho de que, tras años de intensa investigación, el
día previo a exponer en el Congreso, el fiscal se habría dado cuenta de que no
tenía pruebas o de que los hechos que imputaba no constituían un delito. Lo
raro es que Nisman tenía entre sus conocidos la fama de ser sumamente eficiente
como fiscal y de no afirmar nunca nada que no se pudiera sustentar con pruebas
claras.
En definitiva, todo se ha venido
sucediendo como era esperable. La Argentina está en los últimos lugares en los
rankings de Transparencia Internacional, con una pobre calificación que ha ido
disminuyendo en los últimos años. La corrupción rebalsa por todos lados y las
mafias festejan impunes. Era inevitable, aunque resultó inesperado para el
común de los mortales, que el largo proceso de degradación institucional
desembocara en algo así.
¿Qué forma y qué nivel de
autoritarismo y mafia tomará el sistema a partir de ahora si la muerte de
Nisman queda impune o sin esclarecer? ¿Cuál será su próxima evolución? Lo que
no es inevitable es que este proceso siga en marcha, que los argentinos sigamos
sin involucrarnos lo suficiente en los asuntos públicos como para consolidar
una democracia verdadera, que sirva de herramienta de liberación y
autosuperación.
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